jueves, 29 de diciembre de 2016

¡FELIZ ANO NOVO! ¡MOITAS GRAZAS!


Por Xose Manuel Fernández Sobrino

Nunca he estado en Medeiros en una despedida de año. Claro, mis visitas al pueblo y más o menos largas, se producían en verano. Pero ya en aquellos tiempos sentía curiosidad por saber que ocurriría en esas dos fechas, las de salida y entrada.
Tenía que preguntar. Se encargaban de informarme Antonio y Paco, evidentemente. El primero, dos años mayor que yo, sabía más de cualquier asunto.

 Por mi parte, yo comentaba de lo que veía en Ourense. Papá, mamá y mi tío Jacinto tendrían un día 31 de bastante trabajo en la tienda, pero ya  menos que el día de Nochebuena.
Parece ser que la gente salía  porque iban a bailar y el 24 todos se quedaban en casa, al menos, hasta que las campanas de la Iglesia de las Caldas anunciaban a las doce la “misa del gallo”.  Allí  se acudía en buen número y hasta iban algunos que no debían de hacerlo, porque rebosaban más alegría de la precisa.
A medida que fui creciendo, supe de  cosas, detalles concretos de mi etapa anterior y que comentaba mi madre. Por ejemplo, que el año en el que nací, en aquel 1936, pronto llamaron a mi padre para que se fuera a la guerra civil. A mi madre le caían las lagrimas al comentarlo, porque recordaba aquel miedo de  no saber si mi padre iba a volver. Aún no había regresado de Cuba mi tío Jacinto. Así que mi madre se quedó sola conmigo y teniendo que atender, hasta donde podía, la tienda. Yo tenía por lo visto unos meses. Y me colocaba en una caja de madera con unas mantas y dormía debajo del mostrador. Allí permanecía hasta que me parecía prudente despertar y lo anunciaba llorando. Entonces me cogía y me entregaba a las clientas, y “Manolito de la Serafina” iba pasando, de manos en manos, mientras las clientas esperaban  que mi madre las despachara.
Claro, recibía muchos besos. Cosa que a mi madre no le gustaba. Pero no había otro remedio. Las señoras ya esperaban el momento de cogerme y yo debía de esperar sentir los labios de todas ellas y, posiblemente, gustándome más unos besos que otros. No sé muy bien. No sabía entonces diferenciar olores.
Foto:Archivo familiar

En Medeiros en aquellos años de la contienda se anotaban las bajas de muchos hombres. Las mujeres estaban solas pensando en la vuelta de sus maridos. Tiempos de colaboración vecinal para seguir trabajando el campo en lo posible para que el miedo y las penurias fueran más llevaderas. Cuando volvieron –la mayoría por fortuna- del frente, era  lógico que en determinados aspectos los varones volvieran bajo la presión de la contienda  y algo desenfrenados. Por eso el censo de los habitantes de Medeiros, tras un par de año estancado, experimentó un notorio incremento de población.
Por eso,  ahora repasando aquellos años de mediados de los cuarenta, el censo infantil  era especialmente numeroso. Conformaban toda una colonia de  críos sueltos por el pueblo y que no se sabía generalmente donde estaba el de cada una. LucÍan aquellos pantalones de los que os hablé tiempo atrás: abiertos de cintura a espalda por entre las piernas y lo mismo tenían fácil acceso a “mear” porque el “grifo” estaba fuera y si se agachaba, con la misma facilidad se podía “hacer de cuerpo”, sin necesidad que se personara mamá para dirigir la maniobra. Libertad absoluta.

Así se vivía la historia. Y llegaba el fin de año. No se extraña; no se echa de menos lo que no se conoce. Y a nadie se le pasaba por la imaginación, por ejemplo, tomar una uva por cada campanada de reloj. Y hubiera sido posible –lo que son las cosas- porque aún había en esas fechas quien tenía colgadas uvas, bastante secas ya, de la última vendimia y hubiera bastado que el sacristán u otro voluntario, subiera al campanario y después de avisar con un repiqueteo, podía hacer una pausa y soltar, una a una, las doce “badaladas” que podían ser acompañadas de la ingestión de los correspondientes “vagos” de uva.
Foto: Ricardo Colmenero

Paco y Antonio estaban de acuerdo en que eso no se hacía. Y que la gente, como en aquella época del año se hacía de noche pronto y estaban cansados, preferían irse pronto a cama para “recuperar el sueño atrasado de lo que dejaron de dormir en la ausencia por acudir a la contienda”.

 Pero el dia 1 ya era otra cosa. Mis primos recordaban  que en Medeiros había existido una especie de banda de música y por ello había por el pueblo instrumentos de aquellos tiempos. La palma, la voz fuerte, la iniciativa la llevaba  O Tío Avelino, que lo mismo tocaba la gaita, que el clarinete y hasta si aparecía por allí, la trompeta. Por eso sus hijos y yernos se sumaban a la fiesta y entre todos formaban el grupo, aquello que hoy llamaríamos charanga. Y allí se encontraban, con Camilo  sacudiendo el bombo o Benjamin “a caixa” o tambor.
Por eso, al acabar una pieza, y como prueba de buen humor y salud, comentaban “a ver Avelino, agora cual tocamos”  Y el director muy serio contestaba “a mesma, só que xa sabes Camilo, agora mais cargada de bombo”…

Vamos que no habría apenas nada de nada, pero aprovechándose de lo que estaba a mano, se entraba en la alegría general de la fecha.  Contra lo que pudiera suponerse, más que celebrarse el Año Nuevo, lo que en Medeiros se tenía más a mano era o Santo dos Manueles, por lo que había que ir cumpliendo con la visita a cada uno de los que estaban ya esperando a la comitiva musical y a los espontáneos, con chorizo, pan, vino o aguardiente..o lo que se terciara.

- "¡Feliz Ano Novo! ¡Home,  moitas grazas!"

viernes, 23 de diciembre de 2016

CAJAS DE RECUERDOS

Por Sara Martínez Fernández

   "Tenemos que hacer algo con los recuerdos, Manolo". Así sentenciaba una conversación con mi primo hace unos meses. De alguna manera, cumplir años hace que se atesoren "cajas de recuerdos". Esos que son de uno, con algunos lazos entre nosotros, pero siempre nuestros. Son el hilo conductor de lo que nos llevamos de las vivencias de cada día, las emociones que quedan para siempre en nuestro corazón. Benditos recuerdos.

   Así es como empezó Historias de Medeiros, para comenzar a recopilar pequeñas cajitas de los años pasados. Al abrirlas, de alguna manera, ayudas a abrir otras tantas, a mirar por unos minutos la vida que se nos quedó atrás. Es la historia pequeña. Esa que no se escribe en manuales, que no demuestra nada, pero que reconstruye algo muy importante como son nuestras raíces.

   Con tanto recordar, regresó  el olor a la casa de mis abuelos, la sensación nerviosa de cada verano para volver a la tierra de mis padres. El ansia en mis ojos por encontrar en las escaleras de piedra centenaria la figura de mi abuela, o volver a escuchar el paso seguro de mi abuelo cuando venía con el correo. Eran aquellos casi años 70, todas esas sensaciones que construyeron el cordón umbilical con aquella tierra que no me vió nacer, pero que abrió mis ojos a una realidad familiar, a la realidad de los míos.

   Nunca pude disfrutar de una navidad en Medeiros. En aquellos tiempos, el emigrar significaba cortar una parte del camino de regreso. Viajar era costoso y las obligaciones eran muchas. Pero en mi casa todos, mis padres, mis hermanos y yo, sabíamos que cuando llegaba el "envío de los abuelos"  con patatas y castañas, estábamos a una vuelta de encontrarnos con la navidad. Sin teléfono en Medeiros, las cartas eran el mejor vehículo de la historia espistolar de las famílias. Me acuerdo que me contaba mi abuelo Domingos, el carteiro vello da montaña, que muchas veces llegaba más tarde de repartir el correo porque, además de entregar las cartas, le pedían "as máis velliñas que quedaban soas nas súas casas, que lles lese as novas que lles contaban os seus fillos".
Foto: Saramarfer

   Con todos los recuerdos bien nutridos del verano anterior, cada diciembre me ponía a buscar una hermosa felicitación de navidad para mis abuelos. Todo un ritual para romper la barrera del espacio y del tiempo y besar a los que teníamos en Medeiros. Además de ellos, aparecían las imágenes de todos mis tios. Mi tío Pepe, el carteiro novo, el único hermano de mi madre. O los hermanos de mi padre, mi tío Antonio y mi tía Luisa, que estarian por nuestra querida aldea; y mi tía Mercedes que, como mi padre, estaría celebrándola lejos de allí.

   Siempre recordaré unas postales de navidad, adornadas con purpurina, que llevaban un mini calendario del año siguiente. Siempre intentaba comprar ese modelo.A mi abuela Estrella le encantaba. Y así me la encontraba todos los veranos posteriores, colgada del marco de la puerta con un clavito al lado de una foto mía. Le encantaba esa felicitación, "que xeitosiña é a postal, Sariña". Bendita abuela.

   Y así llegaba la  navidad.  Para recordar, para sentarse en la mesa y contar alguna que otra historia de la niñez en Medeiros, de acortar la falta de contacto físico y  ver como se estrallaban, desde el recuerdo, las lágrimas de la ausencia contra los ojos brillantes de mis padres. Una emoción que se ahogaba con un brindis final por los que no estaban, y que el tintineo de las copas  llegara a todos ellos para  que sintieran que los teníamos de invitados en la reunión familiar. Bendita familia.

   Cuando ya estaba mi abuela Estrella enferma, muchos años después, la vida me regaló una navidad con ella en Medeiros. Y así llegué un 24 diciembre. Allí estaban mis padres cuidándola, y decidí hacer, ya de mayor, lo que no pude hacer antes. Una navidad en Medeiros, en la casa de mis abuelos.
Lo había imaginado tantas veces... El olor a leña, el frío en las manos que se dejaban calentar en la cocina de hierro, la vieja radio de mi abuelo amenizando, ya en su ausencia, el ir y venir de sus habitantes. La sensación de humedad en las sábanas blancas por el frío exterior. Y un "niño Jesús" de cerámica que adornaba la celebración en el hogar. No hubo ni grandes celebraciones ni comidas copiosas; la abuela estaba malita. Pero dejaron tantas sensaciones para seguir recogiendo mis propios recuerdos.
Foto: Saramarfer
    Una vez más, escuchaba a mis mayores como se hacían pequeños para contar sus propias vivencias, tan diversas y diferentes. Pero me di cuenta que, nuevamente, se repetía una situación. Los ojos vidriosos que  recorrían el pasado de cada uno. Sentada en la cama de mi abuela le felicité la navidad. Ya no había felicitación escrita. Hacía muchos años que esos pequeños calendarios de navidad ya no se encontraban, pero el último de 1978 todavía seguía colgado en su clavito. Con su mano en la mía ya no hacía falta calendario. Entre ellas quedaria para siempre paralizado el tiempo,  como una hermosa trampa por la que siempre tuve la necesidad de volver. Bendita navidad.


    Así queda abierta otra caja de añoranzas, de ausencias que siempre resurgen. Medeiros es familia y recuerdos. Medeiros es infancia y raíces. Medeiros es Navidad mirando al cielo.

Bo Nadal a todos vós e que os recordos de cada un, sigannos acompañando.
Foto:Saramarfer

jueves, 22 de diciembre de 2016

DE LA VENDIMIA A "NOITEBOA"

Por Xosé Manuel Fernández Sobrino

A medida que voy pasando as lembranzas de aquel niño de apenas diez años en Medeiros, me doy cuenta que había momentos especialmente señalados que merece la pena recuperar. Por ejemplo, ese día da malla que no era precisamente una fiesta, pero a la vez no dejaba de serlo. Porque era una jornada dura, con trabajo abundante y pesado, a pleno sol, de la mañana a la noche; pero a la vez envuelto en la alegría que daba a las familias reunidas; recoger, envasar el grano, llevarlo para casa donde se convertiría en aquel pan propio que después de pasar por el molino y el horno, llegaba a cada mesa.
 Pero claro, yo estaba sólo en los meses de verano. Tras el tiempo estival y con el paso de a malla , se empezaba a preparar la vendimia. Algo de lo que me hablaban. Pero del vino, de la recogida de las uvas, de su elaboración, sólo sabía lo que me contaba Antonio, porque los mayores lo daban por conocido;no me hablaban de eso. De llevar las uvas ó lagar, en cestos que viajaban en carros o en los lomos de burros. Allí era donde las estrujaban, pisadas con los pies de los expertos. Era cuando mi mentalidad infantil se encontraba desconcertada y pasaba por mi mente aquello de “pero bueno, ¿pisan las uvas y tendrán los pies bien limpios en ese momento os paisanos?”. Así tenía que ser porque beber, lo que es beber vino lo hacían todos. Y a lo grande y cada uno con el orgullo de su propia cosecha.
 Ahí me vino otra curiosidad. Las fiestas de Nochebuena y Navidad. Y los Reyes. Tampoco iba a conocerlo en Medeiros. A esa edad ya había superado lo de los Magos de Oriente, pero guardaba el secreto para que mi hermano Paco, que era más pequeño, no se enterara que los tales Reyes Magos, que compraban los juguetes y los colocaban aquella noche junto a los zapatos de cada uno de nosotros, los teníamos muy cerca diariamente. A pesar de haber descubierto el "misterio", no por eso me iba a quedar sin juguetes.

No sabía cómo era la Nochebuena en Medeiros, pero sí esperaba con relativa ilusión la de Ourense. Era muy especial porque era de mucho trabajo. En realidad en mi casa empezaba cuando aparecían en la tienda de mis padres las cajas y sacos de higos, las cajas de uvas pasas y, por supuesto, las barras de turrón. Mi padre cuidaba mucho que cada barra, originariamente de 300 gr. fuera un poquito escasa y de esa manera entraran en cada caja una o dos barras más de las normales, porque así dejaban un poco más de beneficio. Tiempos difíciles aquellos años de posguerra.
Foto: Ricardo Colmenero
En Medeiros no tenían ese problema. “Na Noiteboa cómese algo especial- razonaba conmigo Antonio- o pulpo”. Para mi semejante informe requería una explicación y me la daba mi primo. “O pulpo chega a Medeiros secado ao aire, moi seco, e compre fervelo na auga ben quente para que ablande o despois cortalo” . Era cuando me daba verdaderamente cuenta, porque ese pulpo seco, que tenía un olor muy fuerte también, de vez en cuando, lo teníamos en la tienda de Ourense. Alguna vez que otra lo hacía mi madre, pero a mi no me gustaba nada. Ese pulpo venía en sacos de estera, de esparto, lo mismo que la raya seca, otro pescado de aquellos tiempos. Pero en lo que a pulpo se refiere, el que me encantaba, era de la caldera de la señora Carmen que se instalaba fuera de la plaza de Abastos del Puente Canedo y que cuando iba mi madre a comprarlo siempre me daba “un rabito” que yo tanto agradecía.Era como ir a comer o pulpo a Verín a la casa de Teresa. Pero eso estaba limitado para los que debían bajar en los días de "feira" y nada más.
Foto: Ricardo Colmenero
“Bueno, Antonio y si coméis pulpo para Nochebuena, ¿Qué es lo que se come en Medeiros el día de Navidad? . Y respondía rápido y seguro “Bacalao, casi que sempre . Vano a buscar a Portugal que o venden bo e mais barato que en Verín. Cumpre metelo na auga a desalar , un ou dous días antes. A mamá Rosa - a avóa- preparao moi ben, rustrido con allo , patacas e berzas”. A opinar sobre el tema también se apuntaba otro de mis primos, Paco, que era de mi edad. “A min máis que o bacalao gústame a pescada –merluza- pero iso quen sabe son os avós, si vamos con uns ou con outros. Pola miña nai gustalles máis o peixe que traen as de Albarellos nos burros”.

¿Y el turrón? “Home, sabemos que o turrón haino, pero eu non o coñezo, seica ´é moi duro”. Depende Antonio, decía yo como experto en materia. También lo hay blando para los que no tienen dientes, pero otro postre tendréis, ¿no?. Y mi primo que sabía de todo puntualizaba “ si claro, cóllense unas mazás e faise una compota, que está moi boa, a compota da mamá Rosa”. Y Paco puntualizaba también “soupemos o que era o turrón o ano pasado pero pouco. Nos diron unos cachiños moi pequenos e, oie, moi ben sabía” Eso, que uno siempre se quedaba con ganas de más..Manolito, a pesar de sus pocos años era curioso y prudente. Quería saber y entender las diferentes formas de vivir y compartir aquellos tiempos. " ¿Y os reuniréis mucha gente en cada casa?”. “As veces sí e as veces non, depende. Mais ben vaise a casa dos avós o compre, sabes cantos fillos e netos teñen, hai que ver como se acaba por formar cada festa, porque coma hai os país dil e os dela, acabase indo según conveña millor para quen todalas casas haxa xente”. É certo que logo da cea, seguen vindo xente desde veciños ou os fillos que foron cear a casa dos outros pais.Unha noite longa para felicitar o Nadal. 
Foto: Ricardo Colmenero


Quedaba por saber cómo se organizaba la cosa en Reyes, con los regalos y demás. Detalle que preguntaba con cierta cautela. “¿Y en Reyes?”. Volvió a responder rápido: “Si, si, cantamos moito os Reis. Nas casas, nos camiños se non fai moito frio, e inda que o haxa, porque a xente sae da casa quente, bébese bó augardente, ou moito viño do novo…”. Lo que estaba claro es que los Reyes, en aquellos años 40, les costaba llegar a todos los lados. Pero lo más importante de las navidades en Medeiros era disfrutar de la compañía fraternal.Las casas seguían abiertas para que nadie estuviera solo. Y si llegaba algún juguete de cartón, pues mucho mejor.
Cuánto han cambiado las cosas....
Y yo volvía a pensar en el vino recién pisado, con los pies…? No le demos más vueltas.

domingo, 11 de diciembre de 2016

O DIA DA MALLA


Por Xosé Manuel Fernández Sobrino


Los temores  de mis padres cuando me enviaron a Medeiros y de los propios abuelos que me recibieron, giraban en torno a mi adaptación a la vida en el pueblo. El término “extrañar” era algo que podía surgir en cualquier momento. Pero no apareció. Contra  todo lo que se pudiera pensar de aquella vida tranquila, serena, sosegada, silenciosa , sin ningún tipo de ruidos y donde la gente no tenía prisa nunca, los muchachos vivíamos inquietos, animosos, con permiso pleno para ir de una parte a otra, en medio de personas conocidas y con libertad plena para movernos donde nos viniera en gana. Y, además,  con el aliciente, en la mayoría de los días, para vivir algo distinto.
Foto: Saramarfer

Aquel día, por ejemplo,  tenía otra novedad por delante. Era  o día da malla.
Lo primero que sonó distinto para Antonio y para mí era que no había que salir con las cabras al monte. Era una especie de domingo. Pero con mucho jaleo. Porque ya, a primera hora, empezó a aparecer gente en el patio, con ganas de broma, fumando, hablando alto: poco a poco fueron subiendo   a almorzar, es decir, a desayunar aquella leche con café negro que estaba preparando la abuela al fuego. Se sentaron en la mesa grande y venga a cortar pan y a comer; y también a fumar. Estaba el ambiente cargado entre la humareda de a lareira e mais a dos “pitos”, o sea, los cigarros. Comieron y bebieron  y hasta algunos echaron su buen chorro de aguardente en la leche.
Que yo supiera, vamos, que las tuviera localizadas, debía de haber en Medeiros así como media docena de airas siendo a dos Cabaleiros la que estaba más cerca de casa. Allí tenían su meda los abuelos.  Poco a poco me fui enterando. En el mes de junio se realizaba la siega. Se reunía a varios familiares o amigos para hacerla. Recién cortado se apilaba en esa meda hasta que llegara el momento de poder mállalo.
Es decir,  siempre según la versión de Antonio, puntualizada por el abuelo, as pallas inda tiñan as  espigas con grao, e  é enton cando hai que sacudirllo.  Por eso, llegado el momento, se fueron a las medas, bajaron y esparcieron atados de paja con  espigas y grano sobre el suelo de la aira , e media ducia daqueles homes botaron mau dunhos palitroques que chamaban mallos  e veña, a batelos contra as pallas.  Los palos eran dobles. Dos piezas. Una más larga que empuñaba o mallador  e tiña outra mais pequena amarrada cons coiros cravados con puntas, de forma que ao erguerla, campaneara no aire e batera con forza contra a palla. Debía de pesar, debía de ser muy duro, porque con el calor y el esfuerzo, sudaban enseguida. Y mucho.
Después, cuando consideraban que estaba bien batida,  había que separar la paja grande y dejar espigas y granos mezclados en el suelo con restos pequeños de paja. Muy pequeños. El abuelo aprovechaba para explicarme: "Inda o ano pasado cumpria esperar a que viñera vento e cunha forquiña había que aventar o grao e mais as espigas. Botábase de cara o aire, e o mesmo aire levaba a palla e caia o grao limpo no chao, que despois as mulleres apañaban e levábanlo para casa. Pero tardábase moito porque non sempre sopraba o aire". 
Foto: Saramarfer

  Pero eso había sido el año pasado. En este,  resultaba que Medeiros ya estaban modernizado. Habían traído una máquina cribadora que depositaba el grano  limpio “de polvo y paja”.
Y entonces, como jugando, entrábamos los niños  en acción. Al arrastrar la paja para ser mallada chegábase o remate da meda  e era entón cando aparecían os ratos que nos tíñamos que matar. Habían vivido los ratones como ricos , a cubierto entre las pajas y comiendo grano, pero se les acababa la buena vida. Corrían desesperados y los críos, estaca en mano, teníamos que sacudirles y acabar con ellos. Los pobres tan desesperados huían, que abandonaban sus nidos, los que nosotros, sangrientos vándalos, buscábamos y como si fueran trofeos, llevábamos al sacrificio a las crías,tal como si estuviéramos practicando para la matanza. Hay que reconocer que un poco bestias sí que eramos en aquellas.
De principio a fin, toda aquella labor era larga y pesada. Ocupaba mucho tiempo. Se hacía un alto para comer y no sé de donde aparecían unas mujeres con la comida. Comían todos,  bebían, fumaban sus "pitos", hablaban alto y reían de las cosas que decían, que debían de tener mucha malicia pues las dirigían preferentemente a las mujeres, a las más jóvenes y a las más rellenitas… Pero no pasaba nada porque ellos y ellas acababan riendo juntos en animada tertulia.

No solo era la meda de los abuelos, sino también otras de hijos o amigos.  Por  eso  aquella gran comida que trajeron  no era sólo cosa de la abuela. Y es que se reunía bastante gente, entre malladores,  mujeres y por supuesto los niños. Finalmente, se iba amontonando la paja sin espigas colocándola de nuevo en  montones como al principio, sólo que ahora en lugar de medas ya se les llamaba “palleiros” . Con el tiempo esta paja sin grano tendría diferentes usos. El más normal, para “cama” de animales  en las cuadras, que en el pueblo llamaban cortes. Pero para mí, el más conocido era  el de la matanza en diciembre, porque lo hacíamos en Ourense. Una vez muerto el cerdo, había que “afeitarlo”, se cogía un montón de paja en una mano, se le ponía fuego-fachós-  y se paseaban por el cerdo quemando el pelo de la piel…

Finalmente "o día da malla xa pasara". “Outra experiencia mais para o Manolito”, como diría o tio Maestro cando, coma sempre, asomado de cara o patio, víunos pasar con cara cansa a noite, buscando a cea e a cama… 
Mañana sería otro día. Monte, cabras. Volver a empezar.

jueves, 1 de diciembre de 2016

COMER A DIARIO

Por Xosé Manuel Fernández Sobrino


Foto: Puri Fernández
Tras la  vuelta a casa, después de la animada mañana que habíamos pasado con la salida al monte y lo vivido en el horno del señor Pepe, lo que esperábamos era sentarnos a comer. Claro que  no pintaba muy bien la cosa porque la abuela nada había preparado, pero a nosotros, es decir, a Antonio y a mí, no nos importaba. Con el pan recién hecho nos bastaba. Para empezar, claro.

Volvía el abuelo, “mirade ben que o pan quente e moi malo”. El insistía y nosotros, aunque fuera mentalmente, repetíamos “¡y dale!”.  Ya no digamos cuando, sentados a la mesa expectantes sobre lo que pudiera pasar, cogió el abuelo una de las piezas, le metió el cuchillo y se oyó el crujido del pan que se iba cortando. En nuestras sensaciones infantiles parecía que hasta calentaba el dichoso cuchillo.  Más a punto, imposible.
Sin decirnos nada,  nuestros pensamientos empezaban a  girar  en torno a una misma pregunta ¿y  con qué comemos este rico  pan?. Podría pensarse que la respuesta era lo de menos, porque mientras le dábamos vueltas al tema, seguíamos saboreando el  pan sin parar.
Como si el abuelo leyera en nuestras mentes infantiles, fue a ponerle remedio. Sabíamos los tres que nada había cocinado la abuela y  el fuego seguía apagado. Vimos como el abuelo bajó al patio y supusimos que algo iba a buscar a la especie de bodega que había. Me vino a la mente chorizo, pero no recordaba ya Antonio cuando se habían terminado. ¿Jamón? Hubo cuatro jamones en su día. Dos se picaron para mejorar chorizos. Quedaban otros  dos allí, curándose, pero eran intocables.  Porque los abuelos los tenían dispuestos para vender unos meses después y con ese dinero comprar algo imprescindible en ese momento, como por ejemplo, un par de cerdos pequeños para criar y ser sacrificados en la matanza del año siguiente.
Había otra salida que no os voy a contar ahora. Lo haré más tarde. No era cosa del abuelo y sí, desde luego, de sus inocentes nietos.
El caso es que mientras saboreábamos el “pan con pan” regresó el abuelo. Con un trozo de tocino entreverado, es decir, blanco, pero con vetas rojas. Lo conocía de la tienda de mis padres. Pero nunca pensé que se podría utilizar como comida de mediodía. Total, que el abuelo cortó unas tiras y dijo “veña, metédeo no pan”. Os lo aseguro: ¡qué delicia, aquel pan todavía caliente con aquel tocino!...¿Cómo era posible que supiera tan bien?
El abuelo le arrimó un buen trago de vino de su taza de barro y nosotros fuimos varias veces al cántaro del agua. Porque sabía muy bien aquel tocino, aunque  estaba un poco salado. Bueno, las cosas como son, bastante salado. Pero con el pan… delicioso!!
Supongo que a estas alturas de lo que os estoy contando os preguntaréis  qué comían en Medeiros. Para empezar, os diré que productos de huerta que, naturalmente, los tenían a mano. Tomates, cebollas, pimientos…Aquellos pimientos fritos gracias a la habilidad y  recursos de la abuela, porque aceite no había. Verdura con patatas, con  un refrito  ideado por la experta  cocinera Rosa. Potaje de habas, de garbanzos…judías, caldos....  Mientras en las casas había carne de cerdo era utilizada muy amenudo. Hasta que se acababa. En la de los abuelos, a estas alturas del año quedaba solamente tocino y menos mal. Y claro, de forma permanente y oportuna, algún pollo o gallina al que se pudiera echar mano.
Ya sé,  me vais  a  preguntar por pescado y carne de ternera. Bueno, hay que decir que, por lo que contaban,  de vez en cuando aparecían en el pueblo unas mujeres llamadas “pescantinas”. Traían   un par de  burros  con unas  de cajas de sardinas u otros pescados, como jurel –xirelo-, pero siempre pescado barato y vendían. Como mucha gente no tenía dinero, se efectuaba el cambio,  por productos de la tierra, como patatas, verduras, pimientos, repollos, fruta…bueno, esto último menos. Vamos que no volvían a Villaza o Albarellos de vacío.
Foto: Puri Fernández
¿Y la carne?  A vitela solo se vendía el dia de la fiesta del 15 de agosto. Subían un par de carniceros e improvisaban en alguna casa el puesto de venta. Pero cuando  los del pueblo, por motivo que fuere, bajaban a Villaza o Albarellos e incluso a Verín, compraban carne. Pero poca, para el día. Además de los recursos económicos limitados de aquellos tiempos, hay que recordar que en las casas no podían conservarla ya que ¿dónde la iban a guardar?  No existían las  nevera…y lo más importante, no había  luz eléctrica. En esta etapa de verano, con el calor, se echaba a perder,  cheiraba rápidamente.
Foto: Puri Fernández
¡Ah, qué me olvidaba!.  Lo que os iba a contar antes con aquello de la comida del pan recién hecho. La bodega del abuelo era bastante fresquita, por ello guardaba, incluso, algo de carne salada. Pero también, como en este caso concreto que os cuento, podía utilizarla también algún vecino. Había uno por cierto muy “roñoso”, antipático y desconfiado, al que Antonio  tenía calado. Un dia apareció para cortar unas lonchas de un jamón que guardaba –frebas de xamón- y del que iba comiendo poco a poco. Estuvimos pendientes de lo que hacía.  Solo que al  salir, nos miró desconfiado desde la puerta, dio la vuelta, se fue al jamón y le marcó unos tajos a diestro y siniestro, como señales de que había cortado él. Que nadie lo tocara. Así quedaba la marca.
Cuando se alejó,  Antonio subió corriendo a casa y bajó con el cuchillo apropiado. El resultado fue que ambos  comimos de aquel jamón  y, como despedida le atizó a la pieza unos cortes “como señal antirrobo”, la misma técnica que hiciera antes el desconfiado vecino.
A los abuelos les llamó la atención que aquella noche no cenáramos. “É que comemos moita froita e tomates  na horta  e xa estamos fartos”.  Lo dijimos tan bien que nos creyeron. Menudo alivio. Y yo pensé, muy religioso,  ¿ésto habrá que confesarlo?...

jueves, 24 de noviembre de 2016

AQUEL PAN RECIÉN HECHO

Por Xosé Manuel Fernández Sobrino


Recuerdo bien que la primera vez que comí pan centeno, no me gustó. Pero sucedía como con todo, que a fuerza de insistir, acabas acostumbrándote, con mayor o menos rapidez. Lo de habituarme a aquel pan, no resultó muy largo. En aquella edad,  con excelente apetito, había que acudir a él a todas horas. Claro que a medida que pasaban los días, era más difícil ya que se iba poniendo más duro. A Antonio y a mí nos faltaban algunos dientes; a los abuelos, seguro que también, como a todos en el pueblo, sólo que a unos se le notaba más que a otros. "Iste pan xa colleu balor”, comentaba el abuelo y añadía “Rosa, hai que preparar una fornada nova”.  Antonio era mucho más directo, aunque lo comentaba por lo bajo conmigo “este pan xa non hai quen o trague”.
Foto:Panadería de Medeiros
Con el paso de los días,  el pan metido en la artesa,se notaba que las últimas bollas tenían unas tiras de color verdoso o azul, no sé muy bien,  que le daban mal sabor. “
Cuando se preparaba una nueva fornada el primer paso era que Antonio y yo nos chegáramos ao forno. Había que acudir al señor Pepe, en la parte alta del pueblo por el camino viejo de Flariz, y preguntarle cuando podía chegarse la abuela a cocer unos diez o doce panes. A mí  me parecían muchos. Pero para Antonio, no;  “o pan cómese moito; o que faría falta era ter con qué xuntalo, e así ainda comeríase mais”.
Sí,  ese era el problema. Cuando llegué días atrás  con el tío Jacinto y entre las cosas que me mandaron mis padres, venían unas tabletas de Chocolates Chaparro que se hacían en Ourense.  Cada tableta  tenía catorce onzas, es decir, piezas que se troceaban, se separaban y se debía comer una sola cada vez para que durase más.  Yo recurría a golpearla contra una mesa, pero Antonio, que tenía  mucha más fuerza que yo, podía separar las onzas  con las manos.  Había que comerla despacio, morderla poco a poco para masticar mucho pan y que aquel placer durara más.
El señor Pepe nos había dicho que podíamos cocer al dia siguiente “cara as doce”,  es decir, a la hora en que volvíamos del monte. Quedaba claro entonces,  que a nuestra vuelta podría no haber nadie en casa, por lo que tras gardar a facenda, podíamos salir directamente al horno a comprobar cómo iba la cosa.
Foto: Panadería de Medeiros
Tenía interés en saber qué iba a pasar porque era la primera vez que lo vivía. La primera novedad surgió ya  al levantarnos y ver sobre la artesa una serie de cosas entra las que destacaba la harina; todo aquello me era familiar cuando en mi casa de Ourense, con mucho misterio, mi madre preparaba pan con la harina que conseguía mi padre “de estraperlo”.  Sólo que de este pan de Ourense hecho en casa  en aquellos tiempos no se podía hablar y en Medeiros, sí, claro.
Finalizada la jornada de pastoreo, guardamos las cabras. Fuimos “a toda pastilla” al horno del señor Pepe y aún llegamos a ver cómo estaban los ocho panes que había amasado y preparado la abuela.  El propio señor Pepe estaba preparando para  meterlos a cocer tan pronto acabó de “requentar un pouco o forno sacando a leña que acababa de queimar”.  Introducía el pan amasado  con ayuda de  una gran pala, anchota, y con gran habilidad los depositaba, los dejaba caer  en su interior.
Me llamó la atención que con la poca masa que estaba fuera, que  parecía sobrante, la  abuela hizo unos pequeños panes aplastados que Antonio enseguida, sonriendo satisfecho, aclaró “esas son bicas e son para nós”. La abuela pidió  al panadero que abriera la puerta de hierro y cuidadosamente pegó tres o cuatro bicas a la piedra del horno, junto a esa puerta, es decir, no las puso en la base. Mi primo, que lo sabía todo, me aclaró “son as bicas da pedra”. Hizo la maniobra con sencillez, sin importarle lo caliente que debía estar aquello. Seguramente, pensaba yo, porque estaba curtida de cocinar al lado del fuego en a lareira.
Foto: Panadería de Medeiros
Aún hubo más. La abuela había reservado alguna masa sobrante. Con la habilidad de un ceramista modulando barro, hizo cuatro figuras que querían ser pájaros o palomas. Las puso también a cocer.
La masa del pan debidamente preparada en casa, la había traído el abuelo metida en un cesto, protegida “por un pano branco”  que la aislara, que la mantuviera  limpia. Pasó bastante tiempo. Aquello era lento. Las primeras señales de que el pan casi estaba a punto surgieron  del olor que empezó a desprender. Ese olor y el apetito a aquellas horas  sin probar bocado desde el desayuno para ir con las cabras, formaban una  curiosa mezcla.
En medio de nuestra curiosidad, abrieron la puerta, pero el panadero comentó “ainda hai que esperar un pouco”. Pero al observar más detenidamente consideró que “o que xa está son as  bicas”. Pasó a colocarlos sobre la ancha pala de madera y  depositó las piezas en una mesa. Fui a echarle la mano y me avisó la abuela “coidado Manolito que te queimas” y, en efecto, humeaban. Llegado el momento, repartieron una de las bicas entre Antonio y yo, que, aunque estaban muy calientes, aquella llamada “bica da pedra”  me produjo una sensación desconocida.  Sabía a gloria,  como solía escuchar a los mayores.
Foto: Panadería de Medeiros
El abuelo, como si fuera a aguarnos la fiesta,  comentó “o pan quente é malo, vai facervos  mal”. Pero nosotros, seguimos comiendo como si nada.
Ya, finalmente, salieron las hogazas de pan. Las colocaron en el cesto protegidas con el  pano branco. Antes, la abuela nos dio a Antonio y a mi, dos palomas a cada uno. Mi primo salió corriendo feliz. Yo me detuve, sin salir, para dejar entrar en el horno a  la tía Octavia y a Elena, la hija de su marido , que llegaban en ese momento. Y tuve una ocurrencia. Cogí una de las palomas y se la di a la niña. Elena se alegró.  Noté que la abuela y su hija se miraron. No dijeron nada.







Agradecimiento especial a la familia Campos Dopazo de la Panadería actual de Medeiros por su colaboración fotográfica. Muchas gracias!!

viernes, 18 de noviembre de 2016

SE VE VENIR A FESTA DO 15

Por Xosé Manuel Fernández Sobrino

Cuando, a lomos  de “Ramón” volvia del molino a casa, pensaba yo cómo se las ingeniaban para conseguir los abuelos el grano para el centeno. De dónde lo sacaban. Porque una cosa era cierta, no compraban nada. De vuelta, entramos por la puerte de atrás, directos a la cuadra de Ramón. El abuelo metió los pequeños sacos en casa, la harina y el salvado –a fariña e mais, o farelo- y dio algo de comer y beber al animal. Mientras, yo buscaba a mi primo Antonio. Me estaba esperando.
Foto: Ricardo Colmenero
Hablamos de lo que había dado de si la jornada, pero poco. Había que buscar algo que hacer para la tarde. “Imonos chegar hasta a tenda da tía Octavia”. Bueno, en realidad íbamos a  la tienda del tío Julio. Era una  de las dos tiendas clásicas de Medeiros; la otra era a do Cándido. Ya había estado en la casa de la tía en  un par de ocasiones y conocía a Julio y Elena, los hijos del tío Julio y no de la tia Octavia. Porque Julio Vieytez estuviera ya casado pero se le murió la esposa. Al quedarse solo, necesitaba resolver el problema del cuidado de sus hijos pequeños que se le planteaba.  Pensó en Octavia, la hija pequeña de los abuelos que estaba en casa con sus padres José y Rosa y ella no le dio muchas vueltas, fueron novios poco tiempo. Las cosas del amor. Octavia había tenido muchos pretendientes, pero a quien le dijo finalmente que sí fue al tío Julio. Posteriormente, la familia creció y nació el nuevo hijo de ambos, el pequeño Santos.
" O avó non puxo moitos atrancos, dixo que “alá ti”, inda que no fondo gustáballe, sabía que a tía iballe a ir ben: pero a avoa iballe mais que tivera un noivo solteiro, pero o fin, ela quixo casar”-  me comentaba Antonio que habría sido testigo del desarrollo del caso. “A  verdade é que lles vai moi ben,  os dous rapaces quérenlla moito”.
No me extrañaba. Eran  muy buenos y la niña, al menos a mí, me parecía muy guapa, muy agradable. No me paraba a pensar si precisamente por eso iba de buena gana a la tienda aquella tarde. Aparte de jugar en tan buena compañía, entrar en aquel negocio me recordaba mi casa, era algo muy familiar para mí. Aunque la tienda era muchísimo más pequeña que la nuestra de Ourense. No tenía comparación.
Tuve la sensación que a Julio y a Elena le gustaba nuestra visita. Salimos a jugar fuera. Al lado de la casa había un bonito cruceiro, precisamente frente a la puerta de la casa del cura don Angel. En el pueblo había muchos cruceiros, solo que aquel era el más espectacular. Tenía unas imágenes que hasta en algún momento debieron  estar adornadas, aunque el paso del tiempo había hecho su especial erosión.
Corrimos, disfrutamos, nos reímos sin saber muy bien de qué. Era porque estábamos a gusto. Me gustaba correr con Elena. Querían saber a qué jugábamos en Ourense. A mí lo que más me agradaba era “guardias y ladrones” y desde luego a la pelota. Les dije que jugábamos en la calle, aunque había que parar cuando pasaba un coche, “pero poco, porque por nuestra calle pasan  pocos”; “Mira que si os colle un coche”,  bromeó Elena “eiquí podíades facelo sen peligro, pero eiquí non ai nin coches nin pelota…”
Foto: Ricardo Colmenero
Poco a poco fueron apareciendo más  chavales. En Medeiros eran abundantes. Surgían por todas partes. Cuando estábamos más entusiasmados era jugando al “queda”, donde  el protagonista del juego tenía que alcanzar a otro, darle una palmada en la espalda y era luego éste el que tendría que coger a otro”. Fue entonces cuando se abrió el portalón parroquial y apareció  don Angel con una sotana bastante gastada. “¡Ei rapaces, que está a caer o 15, o dia da Festa, e ai que se preparar para facer a Primeira Comunión…¿cántos de vos ides facela?”.
Yo iba a decir que precisamente la había hecho en mayo pasado, pero me callé. El párroco imponía respeto y nadie dijo nada. Dedujo que sería más adelante. “Ben, vos e os vosos país veredes, pero  o 15  está a caer, enton a pensar na festa…”
Eso ya era otra cosa. Don Angel había sacado el tema y de pronto todos comenzaron a opinar. Pero sobre la fiesta. Se alegraban. Y como expertos, se dirigían a mí para explicarme unos y otros de qué iba a ir la cosa. Lo malo fue que alguien apuntó un detalle que a mí no me hacía la menor gracia: iban a lanzar fuegos, cohetes para alegrar la jornada. No me atreví a decirles que yo a los fuegos les tenía, más que manía,  miedo.
Pero no dije nada. No quería que supieran que  "O Manolito de Ourense era un medroso cagarrán”.  Y menos, Elena.
Avanzada la tarde volvimos a casa de los abuelos. “Antonio, te quería preguntar, ¿de dónde sacan los abuelos el centeno?. Vas sabelo pronto porque non imos tardar en ter un dia de malla. Naquela aira que hai ao pé da casa. Os avós teñen alí o palleiro co grao".
En Medeiros todo iba encadenado, paso a paso, “a festa do 15,  o día da malla...”. Había que ver lo que iba aprendiendo día día. La de cosas que iba a poder contar cuando volviera a mi  casa.

viernes, 11 de noviembre de 2016

HASTA O MUIÑO DA POMBEIRA

Por Xosé Manuel Fernández Sobrino


El pan que se comía en casa de los abuelos de  Medeiros fue otra de las cosas a las que tuve que acostumbrarme. Asegurar que en aquellos tiempos de la postguerra, comíamos en Ourense pan de trigo, sería mucho decir. Mejor, le llamaríamos “una especie de pan de trigo”. Las limitaciones, con el paso del tiempo, en cuanto a alimentación, iban disminuyendo. Ya eran menos malas. Pero existían las cartillas de racionamiento. Aceite, azúcar, arroz, jabón... Los artículos de primera necesidad no se podían adquirir libremente. Estaban racionados. Cada persona tenía su cartilla y sus cupones, y había que pasar por una tienda como la nuestra para poder llevar comida a casa. El pan… bueno,  era una especie de bollos teóricamente de trigo, pero “podía contener algún otro producto sorpresa indeterminado”, como, por ejemplo, granos de maíz.
Y es que la harina normal en aquellos tiempos  sólo podía conseguirse “de estraperlo”, era prohibida. Cuando mi padre lograba  alguna, mi madre hacía en casa pan blanco, riquísimo, pero teníamos que comerlo en casa; para merendar en la calle, había que usar el pan de  racionamiento.  No me  fueran a ver el pan blanco.
  De modo que aquellas hogazas de pan centeno que tenían en casa  los abuelos en Medeiros, para mi eran novedad y adaptarse a ellas no fue problema. Lo guardaban en un gran mueble que llamaban artesa  con pequeños sacos de centeno, que estaba detrás del banco en que nos sentábamos para, por las noches, ver como preparaba la abuela la cena, sentada en su banquito, como agachada junto al fuego de a lareira, en el suelo de piedra.  Claro que también era verdad que, a medida que pasaban los días, aquel pan se ponía más duro y  era más difícil de masticar.
Yo no me había parado a pensar en aquello hasta que una noche nos dijo el abuelo a Antonio y a mí, “mañá voume chegar o muiño a moer un pouco grao. O Manolito podía vir comigo”. Ni mi primo ni yo nos atrevimos a comentar nada.  Me dí cuenta que la abuela, siempre con su rostro iluminado por el resplandor del fuego, estaba pendiente de cómo encajaba yo la noticia. Sabía lo que sentía no salir con mi primo y las cabras al monte.
Total que al día siguiente, Antonio salió  y yo me quedé mirando desde el corredor, apoyado en la barandilla, como partía. Se asomó a su ventana como todos los días o tío Maestro  que, sorprendido,  me preguntó “si estaba malo”. “No,  es que voy a ir con el abuelo al molino”. Mezclando gallego y castellano vino a decirme:
-¡Ah! Vas pasalo ben, é un paseo bonito. Está un poco lejos, pero será una experiencia bonita para ti. Verás cosas nuevas. Moer o grao. O rio Búbal. Medeiros tenche mais cousas de ver que o que podes pensar. E do que  la gente del pueblo piensa. Pasarán os anos e virán gentes novas que conocerán lo  que hay aquí, que hoy no le hacemos caso, pero este pueblo ten cousas  históricas.
Seguramente pensó que lo que decía no acababa de comprenderlo y quiso ponérmelo más fácil.
-Fixate, tanto a Igrexa de San Salvador o como a do pobo deben ter o pé de 500 anos. Las fuentes del Bouzo y Valeciño, seguramente fueron hechas por los romanos. Unos romanos que dejaron eiquí  otras muchas obras…pero eres muy niño, ya las conocerás con el tiempo. Porque mira, Manolito, os meus vecinos non che están para estas cousas…eso non lles quita o sono.
Notaba que el tio Maestro se esforzaba para hablarme siempre en castellano, y yo no me atrevía a decirle que por mí era igual, que todos me hablaban en gallego y lo entendía todo, y lo que no, preguntaba. Pero cortó el abuelo,   “Imonos, logo de cara o muiño da Pombeira”.
        Nos fuimos a la parte de atrás de la casa, bajamos las escaleras. Ya en la cuadra, colocó bien amarrado sobre el burro Ramón,  el saco de grano.  Abrió la puerta y, lo mejor, me sentó sobre la carga y salimos felices. Yo desde luego.
Tenía razón el tio Maestro, aquello quedaba lejos. No me preocupaba, iba feliz cabalgando.  Pasamos por muchos lugares, como por  a viña do Morrión donde ya habíamos estado  gardando as uvas, pero  mis primos no me dijeron lo que me aclaró el abuelo, “esta viña é vosa, tocoulle o teu pai e o Xacinto”. 
Foto: Ricardo Colmenero
Poco después llegamos al río Búbal. El paso del agua, los árboles, el molino. El ruido del agua y del molino trabajando.,  Era bonito. Y novedoso.
Tuvimos que esperar. Había más gente. Cuando llegó nuestro turno, el molinero se hizo cargo del grano. Lo volcó hacia las ruedas por un gran embudo. Suponía de qué iba la cosa, pero no pregunté. La rueda –por el ruido que hacia- empezó a girar. Tardó un buen rato. El grano molido lo  depositaron en un cribo -“nunha peneira- ” que accionada a mano, separó la harina blanca de otra más oscura. “¿ves? , esto é o farelo”. Muy amable y atento me aclaró el molinero. Por cierto, también se llamaba Ramón.
Foto: Ricardo Colmenero
Aquello del farelo me era familiar, por la tienda de mis padres. En castellano le llamábamos salvado. Lo llevaba la gente en Ourense, decía, para  darle al ganado. Claro que también había quien comentaba que “en caso de necesidad tamén, cun pouco de fariña, pódense facer unhas papas”. Y es que nos constaba que, en aquellos tiempos de la postguerra, mucha, mucha de la gente que venía a comprar a la tienda de mis padres, pasaba mucha hambre.
Volvimos a casa de la misma manera, yo montado sobre Ramón. Había sido una bonita mañana.  Distinta. Cuando estábamos cerca de casa, mi abuelo me comentó: “e agora hai que pensar en facer unha fornada de pan. Imos ver cando dispón a avoa”. Esa sería otra experiencia, otra novedad que me aguardaba.

martes, 8 de noviembre de 2016

FÚTBOL “NA LAMA DO PELADO”

Por Xosé Manuel Fernández Sobrino

Estábamos en el patio de la casa de los abuelos varios niños y hasta alguna que otra niña. No sabíamos muy bien que ruta tomar. Ya era media tarde, es decir, que en el pueblo no se hablaba de horas porque nadie parecía tener reloj, y menos nosotros. Hacía bastante calor.
Sería por eso por lo que apareció de pronto mi primo Paco, colorado y sudoroso, después de venir corriendo con la noticia “mañán hai fútbol na Lama do Pelado. Xogamos contra Videferre. Están varios mozos facendo as porterías na carpintería do meu pai”.  Nada había que añadir. Era como el punto de partida para que varios del grupo saliéramos disparados hacía la carpintería de los tíos a comprobar tan interesante nueva.
Era sábado. Es decir, el acontecimiento iba a tener lugar el domingo. Por eso ultimaban los  preparativos. Todavía pudimos ver como varios mozos salían con los cuatro postes y los dos largueros, martillos, puntas y herramientas para escarbar. Todo dispuesto para acondicionar el terreno de juego. Sólo hubo que seguirles.
“A lama do Pelado” estaba delante de la Capilla de San Salvador, camino de Flariz. No  lejos de Medeiros. Llegamos enseguida. Aquel amplio prado estaba atravesado por un camino, pero eso era lo de menos. Nadie iba a ponerle pegas al rectángulo de juego. Calculando a ojo, se dispusieron a fijar las porterías “de paus de amieiro – aclaraba Paco- que atoparon xunto o  regato de Soutobaía”, una frente a otra en los límites del campo. Tardaron un buen rato. Cuando las vieron colocadas, debidamente clavadas y seguras, las miraban con la satisfacción de una obra bien hecha. Pero, tímidamente, me atreví a comentar "pero esta portería tiene el larguero más corto que la otra”. Como hubo un silencio, temí que alguien iba a decirme algo molesto, pero enseguida mi primo Pepe, o fillo do carteiro que tenía así como diez años más que yo, me aclaró “si , porque non atoparon amieiros  iguais Ún  é algo máis corto, pero o fin de contas é o mesmo, porque como no segundo tempo cámbiase de campo, os que defenderon a portería mais grande, logo teñen a pequena”. Bueno, pues bien mirado, tenía razón. Por eso no iban a poner problemas.
Estaban dispuestos a marcar por lo menos las líneas limite del campo: "cumpría un pouco de cal é unha brocha, pero non temos, de modo que imos facer un rego cun sacho polo campo adiante e xa nos guiamos por ela”. Dispuesto a poner pegas, se me ocurrió decir “pero no hay áreas y no se sabe cuando es penalti”, pero enseguida, un poco molestos, me aclaró el mismo Pepe,  “si o árbitro pita falta, cóntase si hai once pasos dende a mitade da portería, é si os hai, é penalti”. Todo aclarado.
Foto: Bruno Medeiros
Volvíamos al pueblo. De pronto, empezaron a tocar as campás da igrexa. No había error, al día siguiente era domingo.
        Ese día, cuando nos vimos todos a la entrada de la Iglesia para asistir a misa, no se hablaba de otra cosa, el  partido de la tarde Medeiros-Videferre y de la alineación del equipo de casa. Claro que el primo Paco, hablando bajito para no molestar, comentó “¿sabedes unha cousa?, que onte dixeron que Manolo do Ferreiro e o Pepe do Cornetín foran ises días a Chaves a comprar unhas camisetas e seica non as atoparon. Viñeron sin elas, e agora van facer o parvo, porque parece que os de Videferre estrean unas camisetas que eran do Celta de Vigo, e os nosos, nada, non teñen”.  ¡Vaya por Dios!, pensé yo, y añadí ¿Y entonces que se van a poner para jugar? Y Paco, siempre bien informado y sonriente,  dijo “pois cada un ó que poida”.
Las sospechas de mi primo se confirmaron al saltar al terreno de juego  los protagonistas. Los de Vidiferre hasta tenían pantalones cortos, y en las camisetas, de color dorado y con cuello, como si fueran para salir a la calle, se veía una C en la parte derecha y una V en la izquierda. Era la confirmación  de “Celta de Vigo”. Claro que, como dijo  Antonio, “¿e non será Club Videferre?”. “Pois é verdade, tamen pode ser eso”, comentó alguien.
Lo que si ocurría es que el calzado de las dos partes dejaba mucho que desear. Estaba lejos de parecerse a las botas de fútbol. Zapatones, zapatos viejos, zapatillas, hasta botas de pescar o de “cavar na horta”  o algo parecido. Los zapatos de vestir no estaban para estos menesteres.  Y no digamos la ropa de los de Medeiros. Cada uno a su manera, con lo que le pareció más adecuado. Ninguno con pantalón corto. Con sorna alguien comentó “o mellor teñen as pernas roñosas, están sin lavar”. Y también hubo quien puntualizó “Pois bén, tamén queda claro que non confunden, os das camisetas son de Videferre, e os outros, os de Medeiros”. Corrían, movían  piernas y pies para encontrar el balón, pero no siempre daban precisamente con él.  Les quedaba atrás. Abundaban las patadas al aire. Pensé que a alguno le iban a hacer daño, le iban atizar un “canillazo”. No. Hubo suerte. Sin lesionados acabó la historia.
Tocaba el silbato un señor algo mayor, que parece que sabía de eso porque movía mucho los brazos al pitar y comentaba muy serio las decisiones que tomaba. Mandaba. Decían que era de Flaríz, o sea, neutral. Pero el partido no tuvo emoción, porque en un momento, y eso que los nuestros defendían la portería pequeña, ya los de Videferre hicieron cinco goles, por ninguno de los de casa.  Y en el segundo tiempo, en la portería grande, ya perdimos la cuenta de los que nos metieron. Sería por eso por lo que, poco a poco, la gente se fue marchando decepcionada,  y al final, sólo quedamos unos pocos, los recalcitrantes.
La conclusión la obtuvo mi primo Paco. “Non se pode xogar cun porteiro tan malo coma o Benito da Asunción. Cando sexa grande, eu vou ser o porteiro do equipo de Medeiros”. Años más tarde lo consiguió. Y con éxito.

viernes, 4 de noviembre de 2016

LA IGLESIA DE MEDEIROS

Por Xose Manuel Fernández Sobrino


Estaba acostumbrado a ir a la Iglesia. En Ourense y, desde muy niño, iba muchas veces; además, había empezado a estudiar en un colegio de monjas que había en la calle, junto a la Plaza de Abastos y tenía una capilla donde, en el mes de mayo, decíamos poesías a la Virgen.
No me gustaba ir al colegio. Y cada vez que olía a alcohol, a licores,   me recordaba a las monjas.El motivo era que, al lado de él,  había una fábrica de licores y cuando entraba en funcionamiento olía toda la calle. Aquel olor llegaba a ser el del colegio.
 Cuando volviera de vacaciones aquel verano, iba a cambiar de colegio. Era más lejos, tendría que  cruzar el Puente Viejo cuatro veces al día para, mañana y tarde, acudir a los   Salesianos. Por religión no iba a quedar. Iglesia de las Caldas, colegio de monjas y ahora uno de curas.  Mi madre estaba muy contenta, pero mi padre no tanto. Iba poco a la iglesia. No sé si os dije que mi padre era el que había nacido en Medeiros. Mi madre pertenecía a una familia de Tiedra, de Valladolid, afincada en el Puente. Tenían una tienda de comestibles  exactamente frente a la Iglesia del Puente y trabajaban allí los dos. Cuando mi tío Jacinto, el hermano mayor de mi padre, volvió de Cuba donde había estado diez años, también se quedó a trabajar con ellos. Era muy cariñoso con mi hermano y conmigo.

El caso es que lo que ocurría en  aquel primer domingo en Medeiros era   novedad, había que ir a misa. Ya había visto la iglesia cuando pasaba a casa de la maestra y a la carpintería de los tíos. No es que no me gustara. Pero aquello de que para entrar al templo hubiera que pasar entre sepulturas, entre los muertos, me infundía demasiado respeto.
La iglesia estaba en un recinto cerrado con un muro y rodeada de sepulturas. Precisamente aquel día estaban dos hombres escarbando una nueva tumba, ya que por la tarde había un entierro, según comentaron los abuelos. Le daba vueltas al tema en mi cabeza. Que te murieras no podía  ser buena cosa aunque te fueras al cielo, pero que te metan en una caja y te entierren…
 Y yo pensaba: si  te da la tierra en la cara… y si con el peso de la tierra que te ponen encima,  se rompe la caja y te ves rodeado de tierra por todas partes…Se lo comenté a Antonio y  aclaró  “como estás morto, non sentes nada”; pero aquello no me tranquilizaba del todo precisamente, porque “¿y si no estoy bien muerto y despierto?. Y él aclaró “pois entón si que morres de certo”.
Foto: Ricardo Colmenero
            Entre unas cosas y otras,  las campanas de la Parroquia de Santa María de Medeiros  anunciaron el tercer toque, señal de que aquello iba a empezar. Traté de alejarme del pensamiento el asunto de los muertos y entramos Antonio y yo con la abuela, porque quiso que fuésemos a su lado, a colocarnos en los primeros bancos. El abuelo se quedó con los demás hombres en el Sagrado, la parte de fuera donde estaban las sepulturas, sentados junto al muro y hablando de sus cosas.
Nosotros nos sentamos debajo del llamado púlpito, que también lo había en la Iglesia del Puente Canedo a donde se subía don Germán para dirigirse a la gente.
Vi aparecer al párroco de Medeiros en el altar y se escucharon tres golpes en las campanas de fuera. Vamos, que empezaba la misa.  Ahora, pensé, será  para que entren los que quedaron fuera.
Cuando don Ángel, que así se llamaba el párroco, leyó el evangelio y subió al  púlpito, me recordó a don Germán, el cura de mi parroquia  porque apenas se enfadaba al hablar y eso me gustaba. Cuando en Ourense venía un cura de fuera  era distinto muchas veces, porque se enfadaba horrores y amenazaba a la gente con el fuego  del infierno, que iban a estar quemándose vivos sin parar para siempre por culpa de los pecados que cometían y desde luego por  morir sin confesarse. Y en el mejor de los casos, había que pasar por el purgatorio, donde también te quemabas, pero temporalmente  para, al fin, poder entrar en el cielo.
La misa de Medeiros era más o menos como la del Puente. Con una ventaja. Que era mucho más corta. Duraba algo así como la mitad de la de don Germán. No se le entendía lo que don Ángel  decía desde el altar, porque se movía y hablaba deprisa, con tono bajo y  casi todo en latín. No era extraño que no entendiéramos “una papa”. Además  se ahorraba mucho tiempo porque así como en Ourense iba la gente a comulgar, allí no comulgaba nadie, cosa que me extrañó. Yo casi podía haberlo hecho, pero tendría que confesarme porque algunas cosas tendría que decirle al cura, pero poca cosa. Sólo pecados veniales. Pero don Ángel, en la misa,  ni preguntó si alguien iba a comulgar. Ya  sabía qué no..
Miraba de un lado a otro. Había algunos santos, algunas imágenes, pero pocas. La gente llenaba la iglesia y estaba muy silenciosa, con gran respeto. La misa había resultado bien.  Ya digo, lo mejor lo corta que era. Fue al salir cuando pude ver que había al fondo un espacio llamado coro, arriba, donde alguna gente había subido y seguido la  misa desde allí. Tenía que comentarlo con Antonio. Otro día, a ver si nos escabullíamos de la abuela y también subíamos. Desde allí arriba sería más bonito.
Lo malo fue después. Vi  al sacristán que había ayudado a don Ángel en la misa y que por cierto, mucho había tocado la campanilla durante la ceremonia. Subió por una escalera pegada a la pared del fondo, para llegar al tejado de la iglesia y acceder al campanario. Tocaba lento, muy despacio. Tocaba a difunto, por lo visto. A muerto. Me daba un poco de miedo. Bastante. Mas cuando pasé al lado de la sepultura que estaba abierta. Los operarios recogían las herramientas, picos y palas, dejando todo preparado donde iban a colocar al muerto -¿estaría muerto de todo?- por la tarde. No esperamos por los abuelos, que hablaban unos y otros con la gente del pueblo en el Sagrado.  Volverían a ocuparse  de sus cosas  y hasta es posible que del difunto
Antonio y yo salimos corriendo. Yo no sabía a dónde íbamos. Era igual. Era como si escapáramos. No de la iglesia. Del cementerio y de aquella sepultura.

viernes, 28 de octubre de 2016

COSAS DE LA VIDA EN EL PUEBLO

Por Xose Manuel Fernández Sobrino

Medeiros siempre fue un pueblo grande. Especialmente, en aquellos tiempos. Era difícil asegurar que llegaba o pasaba del millar de habitantes, como se decía con insistencia, no había manera de saberlo. Pero desde luego las familias eran en su mayoría numerosas y había siempre muchos niños por los caminos, en aquellos meses de verano que allí pasé.
Eran tiempos de la postguerra y, parece ser que,  desde las alturas institucionales, se aconsejaba a los españoles que aumentasen el número de  hijos. Para una mentalidad como era entonces la mía  esto era difícil de  valorar y, seguramente, menos la frase que un día, caminando cogido de la mano del abuelo, le oí comentar: “desde que o Franco lle diu por pagar por tener fillos, as mulleres paren coma coellas”. Pues sí, a lo mejor era por eso por lo que  había tantos niños..


Foto: Ricardo Colmenero
 Y en Medeiros andaban los niños con  aquellos pantalones tan especiales, abiertos por delante y hasta atrás, todo el dia corriendo de una parte a otra, con el “pito” al aire dispuesto  para orinar  y hasta con agacharse podían satisfacer sus otras necesidades con idéntica facilidad. ¿Las niñas? Pues no sé, no recuerdo. No me había fijado. Aunque vete tú a saber. Sería más o menos, digo yo, y más sencillo.
En lo que a número de hijos se refiere y en nuestra familia había de todo. Los abuelos tuvieron ocho hijos, seis hombres y dos mujeres. Sin embargo nietos, creo que trece, pero con la particularidad  que María, una de sus hijas, llegó a tener seis y cuando llegó el séptimo, complicaciones en el parto, causaron la muerte al niño que llegaba y su madre. Por eso no llegué a conocerla.
Por eso Antonio estaba con los abuelos. Era uno de los hijos.  Los apuros de su padre con semejante prole, sin mi tía, hicieron que se fuera para  la casa de ellos, como una ayuda y compañía mutua. Era como criar un crío de nuevo.
Los abuelos vivían felices y tranquilos juntos.  Pero a mi abuelo le ilusionaba llegar algún día a vivir en Ourense. Allí iba de vez en cuando a nuestra casa. Tanto le ilusionaba, que bromeaba-o no-  con la abuela “Rosa, non morras, que si faltas hoxe, mañá marcho para Ourense”.  Pasaron los años y José Fernandez Ferreiro, “O Fiscal”, quedó viudo. Y se fue a vivir efectivamente con nosotros en 1961. Su padre, el bisabuelo Serafín, decían que fuera fiscal en Albarellos-Monterrey y él “heredó  el título”.
Pero, insisto, en aquellos años cuarenta vivía tranquilo, feliz con la abuela, y llevándose muy bien. Habían distribuido ya entonces sus propiedades que eran notables entre sus hijos. Especialmente viñas. Por las tardes recibíamos la orden de “ai que gardar as uvas” y de vez en cuando, en lugar de jugar, nos íbamos con otros chavales de viña en viña, con el fin de espantar a cualquiera que se introdujera entre las cepas y llevarse unos racimos. A fin de cuentas, era simplemente eso.
También es verdad que esas visitas a los viñedos ofrecían una particularidad. Contaban con “una caseta”, un pequeño refugio para que el “centinela” pudiera acogerse en caso de lluvia, construido de paredes hechas con piedras y con un techo formado con “xestas” –retamas- .  Empezaba yo a acusar las  inquietudes escénicas que siempre tendría y, ante la sorpresa de los colegas, me subía a una de las paredes y me ponía a cantar. Canciones de moda en aquel entonces, que se escuchaban en los programas de  dedicatorias de unos oyentes a otros, en Radio Orense y del cine español, que las sabía mi madre de memoria.  Siempre estaba cantando canciones de “la Piquer”, Imperio Argentina y demás, cuando hacía la limpieza de la casa de Orense.  Y, como consecuencia, yo también sabía las dichosas canciones , las había aprendido..
Foto: Ricardo Colmenero
Pero acabo de comentaros algo que merece la pena  pararse a considerar y valorar. La muerte en un parto de la madre de Antonio al dar a luz a su séptimo hijo. No había médico en el pueblo, ni siquiera cerca. En caso de una emergencia había que desplazarse a  Albarellos o Verín. Pero ya os lo dije varias veces, aquellos mil habitantes tampoco disponían de carretera. Había que ir a pie a buscarlo o  llevar al enfermo en caballería.Se habían dado casos de colocarlo sobre una manta y trasladarlo sujeto entre varias personas Ni, por supuesto, con un  teléfono para pedir auxilio. Completamente aislados. No hace falta insistir en la situación.
Sin carretera. Sin luz. Pero también sin agua. Se lo explicaba a mi primo. “En Ourense tenemos grifos que echan agua como el caño de vuestras fuentes, pero ese grifo lo tenemos en casa”. Antonio callaba, me miraba extrañado, fijamente, como si le quisiera engañar. La incomodidad de la falta de agua la pude comprobar yo mismo, porque a veces la abuela nos mandaba a por agua.  Y allá íbamos los dos.
El pueblo se servía de dos fuentes. “A do Bouzo e a do Valeciño”. Claro, luego había  pozos. En la fuente, si el agua era para beber, había que esperar tu turno, Cuando llegaba tu vez, colocabas el cántaro debajo del caño hasta que se llenase. Si el agua era para los animales o para lavarse, podías cogerla de la que estaba recogida, metiendo el  cántaro en el pilón.
Luego,  mi primo y yo,  por cada una de las asas, íbamos camino de casa.   Cerca de la “lareira” ,  de la cocina, había un estante y allí quedaba el agua. Al lado, un vaso de porcelana con asa o de barro  que había que introducir en el cantaro  con cuidado, llenarlo y luego beber por allí mismo. Así, hasta que la abuela nos enviara a reponer existencias…

lunes, 24 de octubre de 2016

DE PASTORES Y CABRAS

Por Xose Manuel Fernández Sobrino

La jornada de pastoreo con las cabras, ocupaba toda la mañana. “O romper o día” o más bien “o sair o sol” era el momento de disponerse a salir. Tras el desayuno, breve, salíamos por el corredor, bajando la larga escalera de piedra, pegada a la casa del señor José Payo, el “tío maestro”. Un vecino, pariente lejano, muy mayor que tenía fama de dormir poco y por eso muchas veces ya estaba asomado a la ventana  - a ventá,  o a fiestra -  de su dormitorio siempre pendiente de nosotros. Le gustaba hablar conmigo y preguntarme cosas, atento a lo  que respondía. Me comentaron un día que quería conocer qué cosas sabía un niño de la capital para compararlas con lo que llevaban aprendido los niños de la aldea. Seguía viviendo la que había sido su profesión tantos y tantos años.
Un día, en el momento de partir, ví que mi primo Antonio, después de entrar a la cuadra para hacer salir a las cabras, las nuestras y las de algún vecino, se fue hacia una parte donde guardaban los abuelos lo que quedaba de la matanza de cerdos, que en aquellos meses de verano no era mucho. Metió la mano en el lugar que había servido para salar esa carne, cogió un puñado –unha presa- de sal y la metió en el bolsillo. Como vio que yo le miraba me dijo algo así cómo “xa verás o que imos  facer hoxe”. Y salimos con las cabras.
Todavía cerca del pueblo, los abuelos tenían una huerta. Mi primo entró en ella.   Buscaba pimientos y cebollas. Cogió así como media docena de pimientos y un par de cebollas;  “o mellor son os tomates, pero os nosos están moi  verdes, moi  duros, ímos por iles “O Colmear”, onde temos outra horta, e se inda non valen os nosos, roubamos na horta dalgún veciño, que por iso non facemos mal ningún”. Lo dijo con la mayor tranquilidad del mundo, pensé yo. Normal, vamos.
Dicho y hecho. Al pasar por el tal “O Colmear”, se desvió, entró en alguna huerta y regresó  con unos tomates todavía poco maduros, pero ya algo enrojecidos “estos xa van ben”.
Seguimos ruta. Encontramos un lugar idóneo.  Era una finca cerrada con un muro de apenas u metro al que se accedía por “o portal”, una entrada cerrada con ramas secas que Antonio separó, entraron los animales y volvió a cerrar. “As cabras que coman o que queiran que así non escapan o non temos que vixialas”.
Mientras las encerraba, me di cuenta que uno de los animales tenía un pelaje algo distinto, con unos tonos raros.” ¿Pero esa cabra no es nuestra, Antonio?” y respondió “non,  é de doña Joaquina, a maestra, que pedíu que lla trouxerámos que seica o que la leva outros días non está, e hai que lembrarse de logo volverlla a casa” .
Buen ambiente. Se unieron allí tres pastores más, vecinos de pastos cercanos.  Entre las enormes habilidades de Antonio estaba la de hacer molinos. Teníamos que buscar un pequeño regato donde, a su manera, conducía el agua entre piedras  y, sobre aquel conducto, colocaba su particular rueda del tal molino: echaba mano al bolsillo y sacaba su navaja –navalla- cortaba un junco –xunco- y  se las ingeniaba para hacer de él una rueda; intercalaba un par de soportes cruzados y le colocaba en un eje de alambre grueso  que ya llevaba preparado, lo aseguraba en las piedras y ¡milagro! La rueda giraba al paso del agua. Era un artista.
La otra “artistada” de Antonio vino cuando echó mano de la bolsa de tela –unha saqueta- donde iban cebollas, pimientos y tomates. Cogió primero un tomate, le dio un tajo al medio pero sin cortarlo de todo, y, tras meter la mano al bolsillo y sacar un puñado de sal, pasó la hoja mojada y ya, con granos pegados por le humedad volvió a pasarla por el tomate ligeramente abierto, de manera que quedase salado; repitió la operación un par de veces más y, ahora sí separó los trozos, repartiendo. Seguramente fui  el más sorprendido, por la novedad, por la experiencia.  El tomate que yo era incapaz de comer en casa,  resultaba que tenía un sabor  exquisito. Nunca lo hubiera creído.
Pero hubo más. Hizo la misma táctica con la cebolla – a ceboleta-  y  sorpresa!!, fui capaz de comer un trozo de ella  cruda! Al principio, por no ser menos que los otros cuatro.
Foto: Álbum familiar saramarfer
 Y finalmente, cortado en ruedas y  tiras, saló el pimiento ¡y también lo comí! Lo comimos los cinco. ¡ Estaba todo buenísimo!
Entre unas cosas y otras se nos había pasado la mañana. Era obligatorio hacer algo más. Volver a casa con leña para quemar. Recorrimos varias “poulas” – fincas donde la había- e hicimos dos “feixes” –haces- sujetos con unas cuerdas que ya llevábamos preparados. El de mi primo, como experto, era bastante mayor que el mío. Había que echarlo a la espalda para volver a casa. Con el ajetreo de buscar y atar la leña, estábamos cansados
Los cinco chavales nos sentamos a reponer fuerzas.. El cuerpo nos pedía beber algo. “Pero a auga do regato ven algo sucia, é mellor tomar leite”. Y lo que me faltaba por ver. Entramos a la zona de pasto y mientras uno sujetaba la cabra por los cuernos, otro se metía debajo, ordeñaba y tomaba la leche a chorro.  En directo: estaba templada. Claro que Antonio advirtió “eiquí cada un toma leite das suas cabras”. Y ya, cuando los demás se fueron hacia las suyas, por lo bajo, me aclara con picardía “e nos, imos beber da cabra da maestra”.
Increíble. Aún tengo más que recordar. Cuando llegamos a casa me dice “Manolito, lévalle a cabra a maestra”. Fui y se la entregué a doña Joaquina. Fue entonces cuando me dijo:  “Ay, Manolito, que vacía viene esta cabra ¿estás seguro que pastó suficiente?. Y yo, pidiendo mentalmente perdón al cielo,  aseguré muy serio “Si señora, como todas”.
La abuela le riño a Antonio por hacerme llevar a mí la cabra a la maestra. Y hacerme volver cargado con “un feixe de leña”.
Mi primo bajaba la cabeza. Yo le lancé una mirada “furibunda”, la mar de cabreado…por otra cuestión diferente: lo de la cabra, por hacérmela llevar a mí a la casa de la maestra y que se diera cuenta del uso realizado
 y escabullirse él. Pero me pareció que él me pedía perdón a distancia. Y yo no podía comentar nada delante de la abuela.  Calladito.