jueves, 24 de noviembre de 2016

AQUEL PAN RECIÉN HECHO

Por Xosé Manuel Fernández Sobrino


Recuerdo bien que la primera vez que comí pan centeno, no me gustó. Pero sucedía como con todo, que a fuerza de insistir, acabas acostumbrándote, con mayor o menos rapidez. Lo de habituarme a aquel pan, no resultó muy largo. En aquella edad,  con excelente apetito, había que acudir a él a todas horas. Claro que a medida que pasaban los días, era más difícil ya que se iba poniendo más duro. A Antonio y a mí nos faltaban algunos dientes; a los abuelos, seguro que también, como a todos en el pueblo, sólo que a unos se le notaba más que a otros. "Iste pan xa colleu balor”, comentaba el abuelo y añadía “Rosa, hai que preparar una fornada nova”.  Antonio era mucho más directo, aunque lo comentaba por lo bajo conmigo “este pan xa non hai quen o trague”.
Foto:Panadería de Medeiros
Con el paso de los días,  el pan metido en la artesa,se notaba que las últimas bollas tenían unas tiras de color verdoso o azul, no sé muy bien,  que le daban mal sabor. “
Cuando se preparaba una nueva fornada el primer paso era que Antonio y yo nos chegáramos ao forno. Había que acudir al señor Pepe, en la parte alta del pueblo por el camino viejo de Flariz, y preguntarle cuando podía chegarse la abuela a cocer unos diez o doce panes. A mí  me parecían muchos. Pero para Antonio, no;  “o pan cómese moito; o que faría falta era ter con qué xuntalo, e así ainda comeríase mais”.
Sí,  ese era el problema. Cuando llegué días atrás  con el tío Jacinto y entre las cosas que me mandaron mis padres, venían unas tabletas de Chocolates Chaparro que se hacían en Ourense.  Cada tableta  tenía catorce onzas, es decir, piezas que se troceaban, se separaban y se debía comer una sola cada vez para que durase más.  Yo recurría a golpearla contra una mesa, pero Antonio, que tenía  mucha más fuerza que yo, podía separar las onzas  con las manos.  Había que comerla despacio, morderla poco a poco para masticar mucho pan y que aquel placer durara más.
El señor Pepe nos había dicho que podíamos cocer al dia siguiente “cara as doce”,  es decir, a la hora en que volvíamos del monte. Quedaba claro entonces,  que a nuestra vuelta podría no haber nadie en casa, por lo que tras gardar a facenda, podíamos salir directamente al horno a comprobar cómo iba la cosa.
Foto: Panadería de Medeiros
Tenía interés en saber qué iba a pasar porque era la primera vez que lo vivía. La primera novedad surgió ya  al levantarnos y ver sobre la artesa una serie de cosas entra las que destacaba la harina; todo aquello me era familiar cuando en mi casa de Ourense, con mucho misterio, mi madre preparaba pan con la harina que conseguía mi padre “de estraperlo”.  Sólo que de este pan de Ourense hecho en casa  en aquellos tiempos no se podía hablar y en Medeiros, sí, claro.
Finalizada la jornada de pastoreo, guardamos las cabras. Fuimos “a toda pastilla” al horno del señor Pepe y aún llegamos a ver cómo estaban los ocho panes que había amasado y preparado la abuela.  El propio señor Pepe estaba preparando para  meterlos a cocer tan pronto acabó de “requentar un pouco o forno sacando a leña que acababa de queimar”.  Introducía el pan amasado  con ayuda de  una gran pala, anchota, y con gran habilidad los depositaba, los dejaba caer  en su interior.
Me llamó la atención que con la poca masa que estaba fuera, que  parecía sobrante, la  abuela hizo unos pequeños panes aplastados que Antonio enseguida, sonriendo satisfecho, aclaró “esas son bicas e son para nós”. La abuela pidió  al panadero que abriera la puerta de hierro y cuidadosamente pegó tres o cuatro bicas a la piedra del horno, junto a esa puerta, es decir, no las puso en la base. Mi primo, que lo sabía todo, me aclaró “son as bicas da pedra”. Hizo la maniobra con sencillez, sin importarle lo caliente que debía estar aquello. Seguramente, pensaba yo, porque estaba curtida de cocinar al lado del fuego en a lareira.
Foto: Panadería de Medeiros
Aún hubo más. La abuela había reservado alguna masa sobrante. Con la habilidad de un ceramista modulando barro, hizo cuatro figuras que querían ser pájaros o palomas. Las puso también a cocer.
La masa del pan debidamente preparada en casa, la había traído el abuelo metida en un cesto, protegida “por un pano branco”  que la aislara, que la mantuviera  limpia. Pasó bastante tiempo. Aquello era lento. Las primeras señales de que el pan casi estaba a punto surgieron  del olor que empezó a desprender. Ese olor y el apetito a aquellas horas  sin probar bocado desde el desayuno para ir con las cabras, formaban una  curiosa mezcla.
En medio de nuestra curiosidad, abrieron la puerta, pero el panadero comentó “ainda hai que esperar un pouco”. Pero al observar más detenidamente consideró que “o que xa está son as  bicas”. Pasó a colocarlos sobre la ancha pala de madera y  depositó las piezas en una mesa. Fui a echarle la mano y me avisó la abuela “coidado Manolito que te queimas” y, en efecto, humeaban. Llegado el momento, repartieron una de las bicas entre Antonio y yo, que, aunque estaban muy calientes, aquella llamada “bica da pedra”  me produjo una sensación desconocida.  Sabía a gloria,  como solía escuchar a los mayores.
Foto: Panadería de Medeiros
El abuelo, como si fuera a aguarnos la fiesta,  comentó “o pan quente é malo, vai facervos  mal”. Pero nosotros, seguimos comiendo como si nada.
Ya, finalmente, salieron las hogazas de pan. Las colocaron en el cesto protegidas con el  pano branco. Antes, la abuela nos dio a Antonio y a mi, dos palomas a cada uno. Mi primo salió corriendo feliz. Yo me detuve, sin salir, para dejar entrar en el horno a  la tía Octavia y a Elena, la hija de su marido , que llegaban en ese momento. Y tuve una ocurrencia. Cogí una de las palomas y se la di a la niña. Elena se alegró.  Noté que la abuela y su hija se miraron. No dijeron nada.







Agradecimiento especial a la familia Campos Dopazo de la Panadería actual de Medeiros por su colaboración fotográfica. Muchas gracias!!

viernes, 18 de noviembre de 2016

SE VE VENIR A FESTA DO 15

Por Xosé Manuel Fernández Sobrino

Cuando, a lomos  de “Ramón” volvia del molino a casa, pensaba yo cómo se las ingeniaban para conseguir los abuelos el grano para el centeno. De dónde lo sacaban. Porque una cosa era cierta, no compraban nada. De vuelta, entramos por la puerte de atrás, directos a la cuadra de Ramón. El abuelo metió los pequeños sacos en casa, la harina y el salvado –a fariña e mais, o farelo- y dio algo de comer y beber al animal. Mientras, yo buscaba a mi primo Antonio. Me estaba esperando.
Foto: Ricardo Colmenero
Hablamos de lo que había dado de si la jornada, pero poco. Había que buscar algo que hacer para la tarde. “Imonos chegar hasta a tenda da tía Octavia”. Bueno, en realidad íbamos a  la tienda del tío Julio. Era una  de las dos tiendas clásicas de Medeiros; la otra era a do Cándido. Ya había estado en la casa de la tía en  un par de ocasiones y conocía a Julio y Elena, los hijos del tío Julio y no de la tia Octavia. Porque Julio Vieytez estuviera ya casado pero se le murió la esposa. Al quedarse solo, necesitaba resolver el problema del cuidado de sus hijos pequeños que se le planteaba.  Pensó en Octavia, la hija pequeña de los abuelos que estaba en casa con sus padres José y Rosa y ella no le dio muchas vueltas, fueron novios poco tiempo. Las cosas del amor. Octavia había tenido muchos pretendientes, pero a quien le dijo finalmente que sí fue al tío Julio. Posteriormente, la familia creció y nació el nuevo hijo de ambos, el pequeño Santos.
" O avó non puxo moitos atrancos, dixo que “alá ti”, inda que no fondo gustáballe, sabía que a tía iballe a ir ben: pero a avoa iballe mais que tivera un noivo solteiro, pero o fin, ela quixo casar”-  me comentaba Antonio que habría sido testigo del desarrollo del caso. “A  verdade é que lles vai moi ben,  os dous rapaces quérenlla moito”.
No me extrañaba. Eran  muy buenos y la niña, al menos a mí, me parecía muy guapa, muy agradable. No me paraba a pensar si precisamente por eso iba de buena gana a la tienda aquella tarde. Aparte de jugar en tan buena compañía, entrar en aquel negocio me recordaba mi casa, era algo muy familiar para mí. Aunque la tienda era muchísimo más pequeña que la nuestra de Ourense. No tenía comparación.
Tuve la sensación que a Julio y a Elena le gustaba nuestra visita. Salimos a jugar fuera. Al lado de la casa había un bonito cruceiro, precisamente frente a la puerta de la casa del cura don Angel. En el pueblo había muchos cruceiros, solo que aquel era el más espectacular. Tenía unas imágenes que hasta en algún momento debieron  estar adornadas, aunque el paso del tiempo había hecho su especial erosión.
Corrimos, disfrutamos, nos reímos sin saber muy bien de qué. Era porque estábamos a gusto. Me gustaba correr con Elena. Querían saber a qué jugábamos en Ourense. A mí lo que más me agradaba era “guardias y ladrones” y desde luego a la pelota. Les dije que jugábamos en la calle, aunque había que parar cuando pasaba un coche, “pero poco, porque por nuestra calle pasan  pocos”; “Mira que si os colle un coche”,  bromeó Elena “eiquí podíades facelo sen peligro, pero eiquí non ai nin coches nin pelota…”
Foto: Ricardo Colmenero
Poco a poco fueron apareciendo más  chavales. En Medeiros eran abundantes. Surgían por todas partes. Cuando estábamos más entusiasmados era jugando al “queda”, donde  el protagonista del juego tenía que alcanzar a otro, darle una palmada en la espalda y era luego éste el que tendría que coger a otro”. Fue entonces cuando se abrió el portalón parroquial y apareció  don Angel con una sotana bastante gastada. “¡Ei rapaces, que está a caer o 15, o dia da Festa, e ai que se preparar para facer a Primeira Comunión…¿cántos de vos ides facela?”.
Yo iba a decir que precisamente la había hecho en mayo pasado, pero me callé. El párroco imponía respeto y nadie dijo nada. Dedujo que sería más adelante. “Ben, vos e os vosos país veredes, pero  o 15  está a caer, enton a pensar na festa…”
Eso ya era otra cosa. Don Angel había sacado el tema y de pronto todos comenzaron a opinar. Pero sobre la fiesta. Se alegraban. Y como expertos, se dirigían a mí para explicarme unos y otros de qué iba a ir la cosa. Lo malo fue que alguien apuntó un detalle que a mí no me hacía la menor gracia: iban a lanzar fuegos, cohetes para alegrar la jornada. No me atreví a decirles que yo a los fuegos les tenía, más que manía,  miedo.
Pero no dije nada. No quería que supieran que  "O Manolito de Ourense era un medroso cagarrán”.  Y menos, Elena.
Avanzada la tarde volvimos a casa de los abuelos. “Antonio, te quería preguntar, ¿de dónde sacan los abuelos el centeno?. Vas sabelo pronto porque non imos tardar en ter un dia de malla. Naquela aira que hai ao pé da casa. Os avós teñen alí o palleiro co grao".
En Medeiros todo iba encadenado, paso a paso, “a festa do 15,  o día da malla...”. Había que ver lo que iba aprendiendo día día. La de cosas que iba a poder contar cuando volviera a mi  casa.

viernes, 11 de noviembre de 2016

HASTA O MUIÑO DA POMBEIRA

Por Xosé Manuel Fernández Sobrino


El pan que se comía en casa de los abuelos de  Medeiros fue otra de las cosas a las que tuve que acostumbrarme. Asegurar que en aquellos tiempos de la postguerra, comíamos en Ourense pan de trigo, sería mucho decir. Mejor, le llamaríamos “una especie de pan de trigo”. Las limitaciones, con el paso del tiempo, en cuanto a alimentación, iban disminuyendo. Ya eran menos malas. Pero existían las cartillas de racionamiento. Aceite, azúcar, arroz, jabón... Los artículos de primera necesidad no se podían adquirir libremente. Estaban racionados. Cada persona tenía su cartilla y sus cupones, y había que pasar por una tienda como la nuestra para poder llevar comida a casa. El pan… bueno,  era una especie de bollos teóricamente de trigo, pero “podía contener algún otro producto sorpresa indeterminado”, como, por ejemplo, granos de maíz.
Y es que la harina normal en aquellos tiempos  sólo podía conseguirse “de estraperlo”, era prohibida. Cuando mi padre lograba  alguna, mi madre hacía en casa pan blanco, riquísimo, pero teníamos que comerlo en casa; para merendar en la calle, había que usar el pan de  racionamiento.  No me  fueran a ver el pan blanco.
  De modo que aquellas hogazas de pan centeno que tenían en casa  los abuelos en Medeiros, para mi eran novedad y adaptarse a ellas no fue problema. Lo guardaban en un gran mueble que llamaban artesa  con pequeños sacos de centeno, que estaba detrás del banco en que nos sentábamos para, por las noches, ver como preparaba la abuela la cena, sentada en su banquito, como agachada junto al fuego de a lareira, en el suelo de piedra.  Claro que también era verdad que, a medida que pasaban los días, aquel pan se ponía más duro y  era más difícil de masticar.
Yo no me había parado a pensar en aquello hasta que una noche nos dijo el abuelo a Antonio y a mí, “mañá voume chegar o muiño a moer un pouco grao. O Manolito podía vir comigo”. Ni mi primo ni yo nos atrevimos a comentar nada.  Me dí cuenta que la abuela, siempre con su rostro iluminado por el resplandor del fuego, estaba pendiente de cómo encajaba yo la noticia. Sabía lo que sentía no salir con mi primo y las cabras al monte.
Total que al día siguiente, Antonio salió  y yo me quedé mirando desde el corredor, apoyado en la barandilla, como partía. Se asomó a su ventana como todos los días o tío Maestro  que, sorprendido,  me preguntó “si estaba malo”. “No,  es que voy a ir con el abuelo al molino”. Mezclando gallego y castellano vino a decirme:
-¡Ah! Vas pasalo ben, é un paseo bonito. Está un poco lejos, pero será una experiencia bonita para ti. Verás cosas nuevas. Moer o grao. O rio Búbal. Medeiros tenche mais cousas de ver que o que podes pensar. E do que  la gente del pueblo piensa. Pasarán os anos e virán gentes novas que conocerán lo  que hay aquí, que hoy no le hacemos caso, pero este pueblo ten cousas  históricas.
Seguramente pensó que lo que decía no acababa de comprenderlo y quiso ponérmelo más fácil.
-Fixate, tanto a Igrexa de San Salvador o como a do pobo deben ter o pé de 500 anos. Las fuentes del Bouzo y Valeciño, seguramente fueron hechas por los romanos. Unos romanos que dejaron eiquí  otras muchas obras…pero eres muy niño, ya las conocerás con el tiempo. Porque mira, Manolito, os meus vecinos non che están para estas cousas…eso non lles quita o sono.
Notaba que el tio Maestro se esforzaba para hablarme siempre en castellano, y yo no me atrevía a decirle que por mí era igual, que todos me hablaban en gallego y lo entendía todo, y lo que no, preguntaba. Pero cortó el abuelo,   “Imonos, logo de cara o muiño da Pombeira”.
        Nos fuimos a la parte de atrás de la casa, bajamos las escaleras. Ya en la cuadra, colocó bien amarrado sobre el burro Ramón,  el saco de grano.  Abrió la puerta y, lo mejor, me sentó sobre la carga y salimos felices. Yo desde luego.
Tenía razón el tio Maestro, aquello quedaba lejos. No me preocupaba, iba feliz cabalgando.  Pasamos por muchos lugares, como por  a viña do Morrión donde ya habíamos estado  gardando as uvas, pero  mis primos no me dijeron lo que me aclaró el abuelo, “esta viña é vosa, tocoulle o teu pai e o Xacinto”. 
Foto: Ricardo Colmenero
Poco después llegamos al río Búbal. El paso del agua, los árboles, el molino. El ruido del agua y del molino trabajando.,  Era bonito. Y novedoso.
Tuvimos que esperar. Había más gente. Cuando llegó nuestro turno, el molinero se hizo cargo del grano. Lo volcó hacia las ruedas por un gran embudo. Suponía de qué iba la cosa, pero no pregunté. La rueda –por el ruido que hacia- empezó a girar. Tardó un buen rato. El grano molido lo  depositaron en un cribo -“nunha peneira- ” que accionada a mano, separó la harina blanca de otra más oscura. “¿ves? , esto é o farelo”. Muy amable y atento me aclaró el molinero. Por cierto, también se llamaba Ramón.
Foto: Ricardo Colmenero
Aquello del farelo me era familiar, por la tienda de mis padres. En castellano le llamábamos salvado. Lo llevaba la gente en Ourense, decía, para  darle al ganado. Claro que también había quien comentaba que “en caso de necesidad tamén, cun pouco de fariña, pódense facer unhas papas”. Y es que nos constaba que, en aquellos tiempos de la postguerra, mucha, mucha de la gente que venía a comprar a la tienda de mis padres, pasaba mucha hambre.
Volvimos a casa de la misma manera, yo montado sobre Ramón. Había sido una bonita mañana.  Distinta. Cuando estábamos cerca de casa, mi abuelo me comentó: “e agora hai que pensar en facer unha fornada de pan. Imos ver cando dispón a avoa”. Esa sería otra experiencia, otra novedad que me aguardaba.

martes, 8 de noviembre de 2016

FÚTBOL “NA LAMA DO PELADO”

Por Xosé Manuel Fernández Sobrino

Estábamos en el patio de la casa de los abuelos varios niños y hasta alguna que otra niña. No sabíamos muy bien que ruta tomar. Ya era media tarde, es decir, que en el pueblo no se hablaba de horas porque nadie parecía tener reloj, y menos nosotros. Hacía bastante calor.
Sería por eso por lo que apareció de pronto mi primo Paco, colorado y sudoroso, después de venir corriendo con la noticia “mañán hai fútbol na Lama do Pelado. Xogamos contra Videferre. Están varios mozos facendo as porterías na carpintería do meu pai”.  Nada había que añadir. Era como el punto de partida para que varios del grupo saliéramos disparados hacía la carpintería de los tíos a comprobar tan interesante nueva.
Era sábado. Es decir, el acontecimiento iba a tener lugar el domingo. Por eso ultimaban los  preparativos. Todavía pudimos ver como varios mozos salían con los cuatro postes y los dos largueros, martillos, puntas y herramientas para escarbar. Todo dispuesto para acondicionar el terreno de juego. Sólo hubo que seguirles.
“A lama do Pelado” estaba delante de la Capilla de San Salvador, camino de Flariz. No  lejos de Medeiros. Llegamos enseguida. Aquel amplio prado estaba atravesado por un camino, pero eso era lo de menos. Nadie iba a ponerle pegas al rectángulo de juego. Calculando a ojo, se dispusieron a fijar las porterías “de paus de amieiro – aclaraba Paco- que atoparon xunto o  regato de Soutobaía”, una frente a otra en los límites del campo. Tardaron un buen rato. Cuando las vieron colocadas, debidamente clavadas y seguras, las miraban con la satisfacción de una obra bien hecha. Pero, tímidamente, me atreví a comentar "pero esta portería tiene el larguero más corto que la otra”. Como hubo un silencio, temí que alguien iba a decirme algo molesto, pero enseguida mi primo Pepe, o fillo do carteiro que tenía así como diez años más que yo, me aclaró “si , porque non atoparon amieiros  iguais Ún  é algo máis corto, pero o fin de contas é o mesmo, porque como no segundo tempo cámbiase de campo, os que defenderon a portería mais grande, logo teñen a pequena”. Bueno, pues bien mirado, tenía razón. Por eso no iban a poner problemas.
Estaban dispuestos a marcar por lo menos las líneas limite del campo: "cumpría un pouco de cal é unha brocha, pero non temos, de modo que imos facer un rego cun sacho polo campo adiante e xa nos guiamos por ela”. Dispuesto a poner pegas, se me ocurrió decir “pero no hay áreas y no se sabe cuando es penalti”, pero enseguida, un poco molestos, me aclaró el mismo Pepe,  “si o árbitro pita falta, cóntase si hai once pasos dende a mitade da portería, é si os hai, é penalti”. Todo aclarado.
Foto: Bruno Medeiros
Volvíamos al pueblo. De pronto, empezaron a tocar as campás da igrexa. No había error, al día siguiente era domingo.
        Ese día, cuando nos vimos todos a la entrada de la Iglesia para asistir a misa, no se hablaba de otra cosa, el  partido de la tarde Medeiros-Videferre y de la alineación del equipo de casa. Claro que el primo Paco, hablando bajito para no molestar, comentó “¿sabedes unha cousa?, que onte dixeron que Manolo do Ferreiro e o Pepe do Cornetín foran ises días a Chaves a comprar unhas camisetas e seica non as atoparon. Viñeron sin elas, e agora van facer o parvo, porque parece que os de Videferre estrean unas camisetas que eran do Celta de Vigo, e os nosos, nada, non teñen”.  ¡Vaya por Dios!, pensé yo, y añadí ¿Y entonces que se van a poner para jugar? Y Paco, siempre bien informado y sonriente,  dijo “pois cada un ó que poida”.
Las sospechas de mi primo se confirmaron al saltar al terreno de juego  los protagonistas. Los de Vidiferre hasta tenían pantalones cortos, y en las camisetas, de color dorado y con cuello, como si fueran para salir a la calle, se veía una C en la parte derecha y una V en la izquierda. Era la confirmación  de “Celta de Vigo”. Claro que, como dijo  Antonio, “¿e non será Club Videferre?”. “Pois é verdade, tamen pode ser eso”, comentó alguien.
Lo que si ocurría es que el calzado de las dos partes dejaba mucho que desear. Estaba lejos de parecerse a las botas de fútbol. Zapatones, zapatos viejos, zapatillas, hasta botas de pescar o de “cavar na horta”  o algo parecido. Los zapatos de vestir no estaban para estos menesteres.  Y no digamos la ropa de los de Medeiros. Cada uno a su manera, con lo que le pareció más adecuado. Ninguno con pantalón corto. Con sorna alguien comentó “o mellor teñen as pernas roñosas, están sin lavar”. Y también hubo quien puntualizó “Pois bén, tamén queda claro que non confunden, os das camisetas son de Videferre, e os outros, os de Medeiros”. Corrían, movían  piernas y pies para encontrar el balón, pero no siempre daban precisamente con él.  Les quedaba atrás. Abundaban las patadas al aire. Pensé que a alguno le iban a hacer daño, le iban atizar un “canillazo”. No. Hubo suerte. Sin lesionados acabó la historia.
Tocaba el silbato un señor algo mayor, que parece que sabía de eso porque movía mucho los brazos al pitar y comentaba muy serio las decisiones que tomaba. Mandaba. Decían que era de Flaríz, o sea, neutral. Pero el partido no tuvo emoción, porque en un momento, y eso que los nuestros defendían la portería pequeña, ya los de Videferre hicieron cinco goles, por ninguno de los de casa.  Y en el segundo tiempo, en la portería grande, ya perdimos la cuenta de los que nos metieron. Sería por eso por lo que, poco a poco, la gente se fue marchando decepcionada,  y al final, sólo quedamos unos pocos, los recalcitrantes.
La conclusión la obtuvo mi primo Paco. “Non se pode xogar cun porteiro tan malo coma o Benito da Asunción. Cando sexa grande, eu vou ser o porteiro do equipo de Medeiros”. Años más tarde lo consiguió. Y con éxito.

viernes, 4 de noviembre de 2016

LA IGLESIA DE MEDEIROS

Por Xose Manuel Fernández Sobrino


Estaba acostumbrado a ir a la Iglesia. En Ourense y, desde muy niño, iba muchas veces; además, había empezado a estudiar en un colegio de monjas que había en la calle, junto a la Plaza de Abastos y tenía una capilla donde, en el mes de mayo, decíamos poesías a la Virgen.
No me gustaba ir al colegio. Y cada vez que olía a alcohol, a licores,   me recordaba a las monjas.El motivo era que, al lado de él,  había una fábrica de licores y cuando entraba en funcionamiento olía toda la calle. Aquel olor llegaba a ser el del colegio.
 Cuando volviera de vacaciones aquel verano, iba a cambiar de colegio. Era más lejos, tendría que  cruzar el Puente Viejo cuatro veces al día para, mañana y tarde, acudir a los   Salesianos. Por religión no iba a quedar. Iglesia de las Caldas, colegio de monjas y ahora uno de curas.  Mi madre estaba muy contenta, pero mi padre no tanto. Iba poco a la iglesia. No sé si os dije que mi padre era el que había nacido en Medeiros. Mi madre pertenecía a una familia de Tiedra, de Valladolid, afincada en el Puente. Tenían una tienda de comestibles  exactamente frente a la Iglesia del Puente y trabajaban allí los dos. Cuando mi tío Jacinto, el hermano mayor de mi padre, volvió de Cuba donde había estado diez años, también se quedó a trabajar con ellos. Era muy cariñoso con mi hermano y conmigo.

El caso es que lo que ocurría en  aquel primer domingo en Medeiros era   novedad, había que ir a misa. Ya había visto la iglesia cuando pasaba a casa de la maestra y a la carpintería de los tíos. No es que no me gustara. Pero aquello de que para entrar al templo hubiera que pasar entre sepulturas, entre los muertos, me infundía demasiado respeto.
La iglesia estaba en un recinto cerrado con un muro y rodeada de sepulturas. Precisamente aquel día estaban dos hombres escarbando una nueva tumba, ya que por la tarde había un entierro, según comentaron los abuelos. Le daba vueltas al tema en mi cabeza. Que te murieras no podía  ser buena cosa aunque te fueras al cielo, pero que te metan en una caja y te entierren…
 Y yo pensaba: si  te da la tierra en la cara… y si con el peso de la tierra que te ponen encima,  se rompe la caja y te ves rodeado de tierra por todas partes…Se lo comenté a Antonio y  aclaró  “como estás morto, non sentes nada”; pero aquello no me tranquilizaba del todo precisamente, porque “¿y si no estoy bien muerto y despierto?. Y él aclaró “pois entón si que morres de certo”.
Foto: Ricardo Colmenero
            Entre unas cosas y otras,  las campanas de la Parroquia de Santa María de Medeiros  anunciaron el tercer toque, señal de que aquello iba a empezar. Traté de alejarme del pensamiento el asunto de los muertos y entramos Antonio y yo con la abuela, porque quiso que fuésemos a su lado, a colocarnos en los primeros bancos. El abuelo se quedó con los demás hombres en el Sagrado, la parte de fuera donde estaban las sepulturas, sentados junto al muro y hablando de sus cosas.
Nosotros nos sentamos debajo del llamado púlpito, que también lo había en la Iglesia del Puente Canedo a donde se subía don Germán para dirigirse a la gente.
Vi aparecer al párroco de Medeiros en el altar y se escucharon tres golpes en las campanas de fuera. Vamos, que empezaba la misa.  Ahora, pensé, será  para que entren los que quedaron fuera.
Cuando don Ángel, que así se llamaba el párroco, leyó el evangelio y subió al  púlpito, me recordó a don Germán, el cura de mi parroquia  porque apenas se enfadaba al hablar y eso me gustaba. Cuando en Ourense venía un cura de fuera  era distinto muchas veces, porque se enfadaba horrores y amenazaba a la gente con el fuego  del infierno, que iban a estar quemándose vivos sin parar para siempre por culpa de los pecados que cometían y desde luego por  morir sin confesarse. Y en el mejor de los casos, había que pasar por el purgatorio, donde también te quemabas, pero temporalmente  para, al fin, poder entrar en el cielo.
La misa de Medeiros era más o menos como la del Puente. Con una ventaja. Que era mucho más corta. Duraba algo así como la mitad de la de don Germán. No se le entendía lo que don Ángel  decía desde el altar, porque se movía y hablaba deprisa, con tono bajo y  casi todo en latín. No era extraño que no entendiéramos “una papa”. Además  se ahorraba mucho tiempo porque así como en Ourense iba la gente a comulgar, allí no comulgaba nadie, cosa que me extrañó. Yo casi podía haberlo hecho, pero tendría que confesarme porque algunas cosas tendría que decirle al cura, pero poca cosa. Sólo pecados veniales. Pero don Ángel, en la misa,  ni preguntó si alguien iba a comulgar. Ya  sabía qué no..
Miraba de un lado a otro. Había algunos santos, algunas imágenes, pero pocas. La gente llenaba la iglesia y estaba muy silenciosa, con gran respeto. La misa había resultado bien.  Ya digo, lo mejor lo corta que era. Fue al salir cuando pude ver que había al fondo un espacio llamado coro, arriba, donde alguna gente había subido y seguido la  misa desde allí. Tenía que comentarlo con Antonio. Otro día, a ver si nos escabullíamos de la abuela y también subíamos. Desde allí arriba sería más bonito.
Lo malo fue después. Vi  al sacristán que había ayudado a don Ángel en la misa y que por cierto, mucho había tocado la campanilla durante la ceremonia. Subió por una escalera pegada a la pared del fondo, para llegar al tejado de la iglesia y acceder al campanario. Tocaba lento, muy despacio. Tocaba a difunto, por lo visto. A muerto. Me daba un poco de miedo. Bastante. Mas cuando pasé al lado de la sepultura que estaba abierta. Los operarios recogían las herramientas, picos y palas, dejando todo preparado donde iban a colocar al muerto -¿estaría muerto de todo?- por la tarde. No esperamos por los abuelos, que hablaban unos y otros con la gente del pueblo en el Sagrado.  Volverían a ocuparse  de sus cosas  y hasta es posible que del difunto
Antonio y yo salimos corriendo. Yo no sabía a dónde íbamos. Era igual. Era como si escapáramos. No de la iglesia. Del cementerio y de aquella sepultura.