viernes, 30 de septiembre de 2016

LA LINTERNA ROJA




Foto: Saramarfer

Por Jose Manuel Fernandez Sobrino

Cuando en mi casa orensana mis padres decidieron enviarme una temporada para Medeiros, fue cuando me anticiparon  las diferencias que iba a encontrar. Me hablaron de la falta de carretera, allí no iba a encontrar coches. Pero también me advirtieron que en la casa de los abuelos no había luz eléctrica, por lo que no podría, por ejemplo, escuchar la radio. Y, más importante, que al hacerse de noche, todo funcionaba bajo la luz del candil.
En la tienda en la que trabajaban mis padres se vendía un líquido que llamado  gas. Era petróleo. Para comprarlo, llegaba la gente con una hoja con números que llamaban cupones. Que se recortaban y se les vendía por cada uno de esos números el dichoso gas, es decir, el petróleo. Años más tarde supe que el tal petróleo estaba racionado, es decir, no se podía comprar libremente, sino que cada familia tenía derecho a una cantidad determinada. Y se utilizaba para alumbrado.
Por supuesto, lo llevaban gentes de pueblos más o menos cercanos a Orense. En la tienda había un medidor conectado a un bidón de doscientos litros y se echaba en una botella que traían los clientes.
“Ahora vas a entender para que sirve el petróleo”, me dijeron. Era cuando llegara a Medeiros. El candil era un modesto, un pequeño aparato negro por efectos del humo con un depósito donde se vertía el líquido, y del que salía un pitorro con una mecha de tela impregnada. Se aplicaba una cerilla y lucía una pequeña llama que iluminaba. Era la luz nocturna.
Pero aparte del candil de petróleo había otros, como el de carburo. Como el que tenía en la tienda del tío Julio en Medeiros. Aquel iluminaba mucho más.
De todas formas, para que fuera más tranquilo, mi padre de dio una linterna roja que usaba él cuando iba de caza. Funcionaba con una pila. Una linterna “de petaca”, llamada así porque era aplastada y entraba cómodamente en el bolsillo de atrás del pantalón. Era-me dijo- “para cuando salgas de noche por los caminos, ya que tampoco hay luz en  fuera, no tropieces en las piedras del camino”.  Porque a todo esto hay que decir que los caminos-no había calles- de Medeiros estaban repletos de piedras mas o menos grandes para que no los dañasen los carros de bueyes.
Hubo una noche que Antonio y yo salimos después de cenar, porque había un grupo de titiriteros que actuaba en determinado local. Luego había baile. Para transitar por los caminos hacia el espectáculo nos vino extraordinariamente bien, estrené  la dichosa linterna. Cuando nos dimos cuenta, varios críos se habían unido a nosotros. Era la novedad.
La sesión de titiriteros fue más corta de lo previsto. Tres candiles de carburo iluminaban “la pista”. Habían colocado colgada de una viga una escalera de cuerdas que llevaba a un trapecio como los del circo, también colgado del techo. Afortunadamente no estaba muy alto, dadas las características del local. Y digo afortunadamente porque tras dos o tres piruetas en lo alto, la chavala de pantalones largos perdió el control, y vino a dar con sus pasaderas en el suelo. Afortunadamente también, aquel suelo tenía prevista la posibilidad de una caída y estaba acolchado con abundante  hierba.
La chiquilla lloraba como consecuencia del impacto y con tan motivo se suspendió la sesión. Pasamos directamente a la otra sesión, la del baile. Uno de los integrantes del grupo organizador echó mano de un acordeón y se puso a tocar. El personal, ellos y ellas, bailaban felizmente el “agarrado”.  Pero, de pronto, cosas del demonio, no se sabe cómo, se apagaron los tres candiles de carburo.  Todo quedó a oscuras. ¡Madre mía!.  En medio del alboroto, se escuchaban risas, carcajadas y especialmente gritos femeninos, que yo no sabía qué pasaba. Alguien gritó ¡pender a luz, prender a luz!.
Ante el desconcierto habido en el local, a mí se me ocurrió echar mano de la linterna roja e iluminar el recinto. ¡Madre mía!, dije ahora yo. Lo que allí se veía. ¡Apaga a luz, rapaz, ti que fas, estás tolo! Gritó desesperada una voz a mi lado y yo obedecí la orden con urgencia.
Cuando años más tarde, en Salesianos, y estudiando clases de Religión, hablaban del desenfreno  de Sodoma y Gomorra que era tal que originó el castigo divino, yo me imaginaba que debía de ser algo parecido a lo que vi aquella noche de títeres y baile en Medeiros…

domingo, 25 de septiembre de 2016

LA NOCHE




Foto:Saramarfer
Por Jose Manuel Fernández Sobrino

Podría decir que la noche era triste. Empezaba desde el momento en que, cansado  de correr de un lado a otro, yéndose cada crío para su casa, me sentaba con loa abuelos y mi primo Antonio ante el fuego, en la lareira. La abuela en un asiento, una pequeña banqueta muy cerca del fuego, para cocinar con más facilidad. 

Las comidas de mi abuela eran muy diferentes a las de mi madre. Yo era muy pequeño, pero me daba cuenta que no debía decir nada en contra de lo que preparaba porque no quería molestarla. Porque era muy buena y especialmente conmigo. Pero cuando le veía echar mano de una sartén, lo prefería, aunque friera sin aceite, y especialmente a base de grasa animal, tocino o no sabía bien qué. 

Luego nos sentábamos los cuatro en torno a una pequeña mesa.  Aquellas patatas fritas en huevo batido era como una tortilla sin haberle dado vueltas. Estaba muy bueno, nos gustaba mucho a mi primo y a mí. Antonio comía más, lo hacía más de prisa. “Quieto Antonio” soltaba de vez en cuando el abuelo para frenar la velocidad con qué mi primo pinchaba y llevaba a la boca. Porque no teníamos plato, todos cogíamos de la fuente que estaba en medio.

La luz del candil de petróleo que también estaba sobre la mesa volvía a iluminar los rostros de los cuatro, como pasaba en “a lareira”. La nariz del abuelo, que ya de por sí era grande, aún destacaba más. Me acordaba de aquel dia que vino a vernos a Orense y que mi padre había subido una botella del licor café que acababa de fabricar para vender en la tienda y mi madre había puesto unas copas especiales, un poco grandes, pero con la boca estrecha y que con eso nos reímos bastante: porque a pesar de echar el abuelo la cabeza hacia atrás para poder beber, aquella estrecha boca lo dificultaba por el obstáculo que le imponía la nariz.

Luego, después de la cena, nos sentábamos en el corredor. Era noche cerrada. No hacía frío. Cielo estrellado. La luna. Aquel paisaje nocturno era especialmente bonito. A lo lejos, muy a lo lejos, unas montañas que yo suponía eran de Verín. De vez en cuando se intuían las luces de algún coche. Pensaba yo en un coche de línea que fuera camino de Orense. 

Estaba feliz en Medeiros. Pero mejor, mucho mejor durante el dia. Al llegar la noche recordaba mi casa, mis padre, mi hermano. Me ponía triste. Pero tenía que pensar en otra cosa. Porque enseguida la abuela se da cuenta, se sentaba a mi lado. No decía nada. Pero me rodeaba con un brazo y me acercaba, me apretaba contra ella. No hacía falta más.