viernes, 28 de octubre de 2016

COSAS DE LA VIDA EN EL PUEBLO

Por Xose Manuel Fernández Sobrino

Medeiros siempre fue un pueblo grande. Especialmente, en aquellos tiempos. Era difícil asegurar que llegaba o pasaba del millar de habitantes, como se decía con insistencia, no había manera de saberlo. Pero desde luego las familias eran en su mayoría numerosas y había siempre muchos niños por los caminos, en aquellos meses de verano que allí pasé.
Eran tiempos de la postguerra y, parece ser que,  desde las alturas institucionales, se aconsejaba a los españoles que aumentasen el número de  hijos. Para una mentalidad como era entonces la mía  esto era difícil de  valorar y, seguramente, menos la frase que un día, caminando cogido de la mano del abuelo, le oí comentar: “desde que o Franco lle diu por pagar por tener fillos, as mulleres paren coma coellas”. Pues sí, a lo mejor era por eso por lo que  había tantos niños..


Foto: Ricardo Colmenero
 Y en Medeiros andaban los niños con  aquellos pantalones tan especiales, abiertos por delante y hasta atrás, todo el dia corriendo de una parte a otra, con el “pito” al aire dispuesto  para orinar  y hasta con agacharse podían satisfacer sus otras necesidades con idéntica facilidad. ¿Las niñas? Pues no sé, no recuerdo. No me había fijado. Aunque vete tú a saber. Sería más o menos, digo yo, y más sencillo.
En lo que a número de hijos se refiere y en nuestra familia había de todo. Los abuelos tuvieron ocho hijos, seis hombres y dos mujeres. Sin embargo nietos, creo que trece, pero con la particularidad  que María, una de sus hijas, llegó a tener seis y cuando llegó el séptimo, complicaciones en el parto, causaron la muerte al niño que llegaba y su madre. Por eso no llegué a conocerla.
Por eso Antonio estaba con los abuelos. Era uno de los hijos.  Los apuros de su padre con semejante prole, sin mi tía, hicieron que se fuera para  la casa de ellos, como una ayuda y compañía mutua. Era como criar un crío de nuevo.
Los abuelos vivían felices y tranquilos juntos.  Pero a mi abuelo le ilusionaba llegar algún día a vivir en Ourense. Allí iba de vez en cuando a nuestra casa. Tanto le ilusionaba, que bromeaba-o no-  con la abuela “Rosa, non morras, que si faltas hoxe, mañá marcho para Ourense”.  Pasaron los años y José Fernandez Ferreiro, “O Fiscal”, quedó viudo. Y se fue a vivir efectivamente con nosotros en 1961. Su padre, el bisabuelo Serafín, decían que fuera fiscal en Albarellos-Monterrey y él “heredó  el título”.
Pero, insisto, en aquellos años cuarenta vivía tranquilo, feliz con la abuela, y llevándose muy bien. Habían distribuido ya entonces sus propiedades que eran notables entre sus hijos. Especialmente viñas. Por las tardes recibíamos la orden de “ai que gardar as uvas” y de vez en cuando, en lugar de jugar, nos íbamos con otros chavales de viña en viña, con el fin de espantar a cualquiera que se introdujera entre las cepas y llevarse unos racimos. A fin de cuentas, era simplemente eso.
También es verdad que esas visitas a los viñedos ofrecían una particularidad. Contaban con “una caseta”, un pequeño refugio para que el “centinela” pudiera acogerse en caso de lluvia, construido de paredes hechas con piedras y con un techo formado con “xestas” –retamas- .  Empezaba yo a acusar las  inquietudes escénicas que siempre tendría y, ante la sorpresa de los colegas, me subía a una de las paredes y me ponía a cantar. Canciones de moda en aquel entonces, que se escuchaban en los programas de  dedicatorias de unos oyentes a otros, en Radio Orense y del cine español, que las sabía mi madre de memoria.  Siempre estaba cantando canciones de “la Piquer”, Imperio Argentina y demás, cuando hacía la limpieza de la casa de Orense.  Y, como consecuencia, yo también sabía las dichosas canciones , las había aprendido..
Foto: Ricardo Colmenero
Pero acabo de comentaros algo que merece la pena  pararse a considerar y valorar. La muerte en un parto de la madre de Antonio al dar a luz a su séptimo hijo. No había médico en el pueblo, ni siquiera cerca. En caso de una emergencia había que desplazarse a  Albarellos o Verín. Pero ya os lo dije varias veces, aquellos mil habitantes tampoco disponían de carretera. Había que ir a pie a buscarlo o  llevar al enfermo en caballería.Se habían dado casos de colocarlo sobre una manta y trasladarlo sujeto entre varias personas Ni, por supuesto, con un  teléfono para pedir auxilio. Completamente aislados. No hace falta insistir en la situación.
Sin carretera. Sin luz. Pero también sin agua. Se lo explicaba a mi primo. “En Ourense tenemos grifos que echan agua como el caño de vuestras fuentes, pero ese grifo lo tenemos en casa”. Antonio callaba, me miraba extrañado, fijamente, como si le quisiera engañar. La incomodidad de la falta de agua la pude comprobar yo mismo, porque a veces la abuela nos mandaba a por agua.  Y allá íbamos los dos.
El pueblo se servía de dos fuentes. “A do Bouzo e a do Valeciño”. Claro, luego había  pozos. En la fuente, si el agua era para beber, había que esperar tu turno, Cuando llegaba tu vez, colocabas el cántaro debajo del caño hasta que se llenase. Si el agua era para los animales o para lavarse, podías cogerla de la que estaba recogida, metiendo el  cántaro en el pilón.
Luego,  mi primo y yo,  por cada una de las asas, íbamos camino de casa.   Cerca de la “lareira” ,  de la cocina, había un estante y allí quedaba el agua. Al lado, un vaso de porcelana con asa o de barro  que había que introducir en el cantaro  con cuidado, llenarlo y luego beber por allí mismo. Así, hasta que la abuela nos enviara a reponer existencias…

lunes, 24 de octubre de 2016

DE PASTORES Y CABRAS

Por Xose Manuel Fernández Sobrino

La jornada de pastoreo con las cabras, ocupaba toda la mañana. “O romper o día” o más bien “o sair o sol” era el momento de disponerse a salir. Tras el desayuno, breve, salíamos por el corredor, bajando la larga escalera de piedra, pegada a la casa del señor José Payo, el “tío maestro”. Un vecino, pariente lejano, muy mayor que tenía fama de dormir poco y por eso muchas veces ya estaba asomado a la ventana  - a ventá,  o a fiestra -  de su dormitorio siempre pendiente de nosotros. Le gustaba hablar conmigo y preguntarme cosas, atento a lo  que respondía. Me comentaron un día que quería conocer qué cosas sabía un niño de la capital para compararlas con lo que llevaban aprendido los niños de la aldea. Seguía viviendo la que había sido su profesión tantos y tantos años.
Un día, en el momento de partir, ví que mi primo Antonio, después de entrar a la cuadra para hacer salir a las cabras, las nuestras y las de algún vecino, se fue hacia una parte donde guardaban los abuelos lo que quedaba de la matanza de cerdos, que en aquellos meses de verano no era mucho. Metió la mano en el lugar que había servido para salar esa carne, cogió un puñado –unha presa- de sal y la metió en el bolsillo. Como vio que yo le miraba me dijo algo así cómo “xa verás o que imos  facer hoxe”. Y salimos con las cabras.
Todavía cerca del pueblo, los abuelos tenían una huerta. Mi primo entró en ella.   Buscaba pimientos y cebollas. Cogió así como media docena de pimientos y un par de cebollas;  “o mellor son os tomates, pero os nosos están moi  verdes, moi  duros, ímos por iles “O Colmear”, onde temos outra horta, e se inda non valen os nosos, roubamos na horta dalgún veciño, que por iso non facemos mal ningún”. Lo dijo con la mayor tranquilidad del mundo, pensé yo. Normal, vamos.
Dicho y hecho. Al pasar por el tal “O Colmear”, se desvió, entró en alguna huerta y regresó  con unos tomates todavía poco maduros, pero ya algo enrojecidos “estos xa van ben”.
Seguimos ruta. Encontramos un lugar idóneo.  Era una finca cerrada con un muro de apenas u metro al que se accedía por “o portal”, una entrada cerrada con ramas secas que Antonio separó, entraron los animales y volvió a cerrar. “As cabras que coman o que queiran que así non escapan o non temos que vixialas”.
Mientras las encerraba, me di cuenta que uno de los animales tenía un pelaje algo distinto, con unos tonos raros.” ¿Pero esa cabra no es nuestra, Antonio?” y respondió “non,  é de doña Joaquina, a maestra, que pedíu que lla trouxerámos que seica o que la leva outros días non está, e hai que lembrarse de logo volverlla a casa” .
Buen ambiente. Se unieron allí tres pastores más, vecinos de pastos cercanos.  Entre las enormes habilidades de Antonio estaba la de hacer molinos. Teníamos que buscar un pequeño regato donde, a su manera, conducía el agua entre piedras  y, sobre aquel conducto, colocaba su particular rueda del tal molino: echaba mano al bolsillo y sacaba su navaja –navalla- cortaba un junco –xunco- y  se las ingeniaba para hacer de él una rueda; intercalaba un par de soportes cruzados y le colocaba en un eje de alambre grueso  que ya llevaba preparado, lo aseguraba en las piedras y ¡milagro! La rueda giraba al paso del agua. Era un artista.
La otra “artistada” de Antonio vino cuando echó mano de la bolsa de tela –unha saqueta- donde iban cebollas, pimientos y tomates. Cogió primero un tomate, le dio un tajo al medio pero sin cortarlo de todo, y, tras meter la mano al bolsillo y sacar un puñado de sal, pasó la hoja mojada y ya, con granos pegados por le humedad volvió a pasarla por el tomate ligeramente abierto, de manera que quedase salado; repitió la operación un par de veces más y, ahora sí separó los trozos, repartiendo. Seguramente fui  el más sorprendido, por la novedad, por la experiencia.  El tomate que yo era incapaz de comer en casa,  resultaba que tenía un sabor  exquisito. Nunca lo hubiera creído.
Pero hubo más. Hizo la misma táctica con la cebolla – a ceboleta-  y  sorpresa!!, fui capaz de comer un trozo de ella  cruda! Al principio, por no ser menos que los otros cuatro.
Foto: Álbum familiar saramarfer
 Y finalmente, cortado en ruedas y  tiras, saló el pimiento ¡y también lo comí! Lo comimos los cinco. ¡ Estaba todo buenísimo!
Entre unas cosas y otras se nos había pasado la mañana. Era obligatorio hacer algo más. Volver a casa con leña para quemar. Recorrimos varias “poulas” – fincas donde la había- e hicimos dos “feixes” –haces- sujetos con unas cuerdas que ya llevábamos preparados. El de mi primo, como experto, era bastante mayor que el mío. Había que echarlo a la espalda para volver a casa. Con el ajetreo de buscar y atar la leña, estábamos cansados
Los cinco chavales nos sentamos a reponer fuerzas.. El cuerpo nos pedía beber algo. “Pero a auga do regato ven algo sucia, é mellor tomar leite”. Y lo que me faltaba por ver. Entramos a la zona de pasto y mientras uno sujetaba la cabra por los cuernos, otro se metía debajo, ordeñaba y tomaba la leche a chorro.  En directo: estaba templada. Claro que Antonio advirtió “eiquí cada un toma leite das suas cabras”. Y ya, cuando los demás se fueron hacia las suyas, por lo bajo, me aclara con picardía “e nos, imos beber da cabra da maestra”.
Increíble. Aún tengo más que recordar. Cuando llegamos a casa me dice “Manolito, lévalle a cabra a maestra”. Fui y se la entregué a doña Joaquina. Fue entonces cuando me dijo:  “Ay, Manolito, que vacía viene esta cabra ¿estás seguro que pastó suficiente?. Y yo, pidiendo mentalmente perdón al cielo,  aseguré muy serio “Si señora, como todas”.
La abuela le riño a Antonio por hacerme llevar a mí la cabra a la maestra. Y hacerme volver cargado con “un feixe de leña”.
Mi primo bajaba la cabeza. Yo le lancé una mirada “furibunda”, la mar de cabreado…por otra cuestión diferente: lo de la cabra, por hacérmela llevar a mí a la casa de la maestra y que se diera cuenta del uso realizado
 y escabullirse él. Pero me pareció que él me pedía perdón a distancia. Y yo no podía comentar nada delante de la abuela.  Calladito.

miércoles, 19 de octubre de 2016

SIN RELOJ NI CALENDARIO


Por Xose Manuel Fernández Sobrino

No se que le pasaba a la abuela que siempre, a nuestra vuelta del monte,  decía que habíamos dejado pastar menos tiempo del necesario a las cabras. Y que iban a dar poca leche. Y que eso no podía ser. Ya las habíamos metido en la cuadra para que descansaran. Y nos lo reprochó al vernos en el corredor.
Fue entonces cuando apareció el abuelo con su andar tranquilo y dispuesto, como siempre, a poner paz; A tranquilizar a la abuela y mirarnos con buena cara a nosotros. Mientras Antonio y yo nos sentábamos en un banco que allí había, dispuestos a descansar y esperar la comida, el abuelo quiso aportar una prueba concluyente de que nuestra jornada de pastores había durado el tiempo necesario. A justificarnos ante la abuela.
Iba a hablar de tiempo. De horario. En un caso así debiera echar mano de aquellos relojes de bolsillo que las personas mayores de Ourense  llevaban en los chalecos, sujetos con unas cadenillas que iban hasta uno de los ojales de éstos. Pero no.
No sé si el abuelo tenía reloj porque nunca lo llevaba. Echó mano de otro medio que a mí me resultó  sorprendente: se asomó lo más posible sobre el patio, sacando bien la cabeza y miró al cielo.
Y dijo algo así como “Rosa, está ben, xa pasan das doce”. Me quedé sorprendido. Enseguida se dio cuenta Antonio y me aclaró “mira para o sol, si está no medio do ceo, son as doce, e asegún sea, antes ou despois, inda é mañá ou xa é a tarde”. Claro que el abuelo no concretó. Y debió de añadir, por lo menos, pensé yo, que ya era hora de comer. A juzgar por lo que, a la hora que fuere,  ya notaba en mi barriga.
Archivo familiar Chamborro Dapía
Si en Medeiros no se veía reloj alguno, otra cosa que me llamaba la atención era la ausencia de calendarios. En mi casa de Ourense, mi madre tenía siempre uno en la cocina que era difícil enterarse qué anunciaba, y sólo se veía un paisaje de mar, con barco y todo a lo lejos, y debajo las hojas de los meses, que cuidadosamente mi madre arrancaba para comprobar en qué caían determinados días que estaban por llegar. Para saber en qué dia estábamos, había otro calendario, un “taco” del Sagrado Corazón con 365 hojas pegadas, que también con tacto arrancaba cada dia y que aclaraba de manera tajante el día de la fecha. Ese taco era al que tapaba la publicidad y no se veía bien el anuncio del dichoso calendario.
Dicho esto, en Medeiros apenas preocupaba en qué dia de la semana estábamos. Ni a mí, que desde que llegué al pueblo, había perdido la cuenta. Todos los días eran iguales.
Pero aquella tarde fue diferente, ya que a última hora, de pronto, empezaron a  escucharse el repicar de las campanas.
Aquel repiqueteo revolucionó el patio de casa, en el que estábamos varios críos.  Gente menuda del pueblo que vivían cerca de la casa. Yo quedé escuchando muy atento  y lo asocié con una señal de alarma el oir las campanas de la iglesia a aquellas horas. Pero ví que algunos colegas saltaban alegres y contentos, gritando “mañá é domingo, mañá é domingo”. El abuelo, que nos observaba desde lo alto, en el corredor y  como siempre, cigarro en boca medio caído, comentó “tocan a Santo, seica hoxe é sábado, mañá domingo, mañá hay que ir a misa”. Original manera de recordárselo a los vecinos, no se les fuera a pasar por alto.
Aparte de ir a  Misa con los abuelos, las cabras comían hierba que había recogida en casa, o sea que no había que llevarlas al monte, pero nada más. Nos levantábamos más tarde, íbamos a misa y, después de comer, era como los demás días. A correr de un lado a otro por todo Medeiros.

domingo, 16 de octubre de 2016

CON “RAMÓN” VI LAS ESTRELLAS

Por Xose Manuel Fernández Sobrino

Quiero contar hoy mi doble experiencia con Ramón. ¿Lo recordáis? . “Ramón” era el simpático burro que tenían los abuelos. Burro, sí, Pero listo y cariñoso. Uno más de la casa. Con su aire indiferente, como si  no se enterara de nada, pero parecía saberlo todo.

La casa de los abuelos tenía  tres dormitorios. Uno, junto a la “lareira”que lo ocupaban ellos: otro, junto a la mesa grande, donde se comía cuando venía más gente. Y un tercero, abierto, con una cama en la amplia  salida trasera de la casa, donde estaban depositados un montón de cachivaches, con una escalera que daba a la otra cuadra, la de la parte de atrás, y al camino  que discurría entre las casas del pueblo. Esta cuadra, debajo,  era el dormitorio de Ramón.
Os lo había dicho al relatar mi llegada a Medeiros. Ramón era el asno, el burro inteligente, que hacía todo lo que le mandaban. Podías ir sobre él a donde fuere y traer para casa todo lo que pudieras colocarle encimar. Tú, incluido.
El caso es que en aquel acceso a la escalera, sobre el dormitorio de Ramón estaba esa cama. Me gustaba dormir allí. Lo hacíamos juntos mi primo Antonio y yo, cuando nos mandaban hacerlo. El techo de toda la amplia casa estaba formado  por tejas directamente, pero tuvieron la precaución de colocarle una o dos tejas de cristal, que daba luz durante el día, el reflejo de la luna de noche, y desde luego, anunciaba las noches de tormenta que iba a sonar un trueno mediante “un lostrego”, un relámpago . Cuando llovía con fuerza parecía que iba a caerte el agua encima y te metías debajo de las sábanas, cabeza y todo.
El colchón no era de lana. Era de hojas de plantas de maíz, secas. Y al moverse Antonio o yo, hacía ruido. Pero se descansaba bien. No había problema. La almohada, si, era de lana.
Foto: Saramarfer
El caso es que una mañana había despertado antes y vi que Antonio seguía dormido. “Ramón” estaba inquieto debajo y le oí moverse muchas veces  y hasta soplar aire por la boca como si quisiera limpiar la garganta y respirar mejor. A pesar de que me habían advertido que no había que llegar al final de aquel piso sobre la cuadra, ya que no llegaba al fondo y   estaba a  cuatro metros de altura y sin protección de cierre, se me ocurrió ir a observar a “Ramón” desde arriba. Con cuidado. Pero no pude llegar.
Estaban varias tablas del piso sueltas, sin asegurar, y me colé entre ellas y  me precipité por el desnivel hasta la cuadra. Sentí caerme a plomo, por los aires y golpearme de espalda sobre la abundante hierba donde dormía el burro. Quedé quieto, en silencio, con los ojos cerrados, dolorido pese a todo.  Noté el aliento de Ramón en mi cara. Estaba vivo. Y fue entonces cuando mi inmediata reacción fue ponerme a llorar a voz en grito.
Antonio saltó de la cama gritando “abuelo, abuelo, o Manolito caíu a corte”. Ya sabéis también, “a corte” era en gallego, cuadra.  Bajó Antonio corriendo las escaleras, enseguida apareció   en calzoncillos y el abuelo y la abuela detrás, en camisón. El me levantó rápido y ella se precipitaba a comerme a besos “meu filliño, que poideches morrer…” . Y más. Pero me quedó grabada la frase de la abuela dirigida al abuelo cuando se impuso la calma y sabíamos que sólo había sido un susto: “Ay, Xosé, mira que si se nos mata o neno  por culpa de unas tablas sin clavar, tendo dous carpinteiros na casa…”
Con “Ramón” vivimos otra curiosa situación, sólo que en esta oportunidad me acompañó mi primo Paco. Era el único hijo de mis tíos Consuelo y José, él uno de los carpinteros de la familia. Era al atardecer de un día que regresábamos los dos sobre “Ramón”, camino de casa. El animal caminaba pausado, tranquilo y nosotros veníamos sobre su lomo comentando nuestras cosas.  De pronto se me ocurrió golpear al animal con las piernas, como para meterle prisa. Paco se dio cuenta y me dijo algo así como ”para que o burro corra, o mellor e pínchalo no cú con esta punta" Sacó del pantalón una punta muy larga, de las de clavar barrotes como le llamaban en la carpintería y me la dio añadiendo “picha con xeito e agárrate que imos correr”. Oye, mano de santo. O más bien de diablo.
Paco iba montado delante y yo detrás. El burro no llevaba silla ni tan siquiera albarda. Íbamos sentados “a pelo”. Por cierto, menudo daño que nos hacía en las posaderas el espinazo del animal. Clavé la punta donde en teoría me había dicho; pero no sé si acerté o lo hice junto al rabo en un lugar demasiado sensible… Lo cierto es que mientras yo lanzaba  -se me escapaba-  por los aires la enorme punta y pegaba un brinco montado y agarrándome con desespero a Paco, “Ramón” se lanzó en tremenda carrera.
Oye, ahora, setenta años más tarde lo recuerdo como si fuera hoy. No dejábamos de  “trotar” también Paco y yo. Con el agravante,  que a medida que lo hacíamos, yo me iba escurriendo para atrás. Dejé de botar sobre el espinazo  y lo hacía ahora sobre el final, mucho más cómodo, allí no dolía: pero era el aviso de que ya no había más cuerpo. Me deslicé al vacío, caí de espaldas sobre el camino de tierra y piedras, primero el cuerpo y después la nuca. No golpeé con la cabeza en piedra alguna, gracias a la mediación de algún  santo, sin duda. Porque os lo estoy contando.
Pero recuerdo que ví el cielo donde estaba ese santo. Todo estrellado a pesar de que aún era  de día.  Quise elevarme para comprobar que aún estaba vivo. Y aún pude ver la frenética carrera de “Ramón”, allá lejos, imparable, con Paco encima…

lunes, 10 de octubre de 2016

LA SIRENA DE LA CARPINTERIA


Por Jose Manuel Fernández Sobrino

Poco a poco me fui haciendo con los caminos del pueblo. No tardé mucho. Había que ir con frecuencia a las casas de los tíos. La que más cerca estaba era la del tío Domingos, el cartero. Me gustaba más ir allí porque cabía la posibilidad de que me escribiera mi madre y, era verdad,  porque llegaba una carta de vez en cuando.
Pero también era bonito acudir a  la carpintería de mis tíos José y Valeriano, cerca de la iglesia. El primero tenía un hijo, Paco, que era  menor que yo, siempre tranquilo, era más niño que yo. Valeriano aún no se había casado. Aparte de verles trabajar la madera, nos ofrecían  una posibilidad muy curiosa: en uno de los locales de la casa que estaba al lado de la carpintería, tenían un aparato increíble al que llamaban torno. Tenía una gran rueda, unas poleas largas que se podían accionar y coger velocidad y se llamaba torno porque con él torneaban la madera para trabajos especiales.
Foto:Sara Singelmann
Pero había una característica especial que nos ilusionaba a los niños: hacía sonar una sirena.  Resulta que el tío Valeriano había traído de la mili un pequeño aparato que al aplicarlo a la larga polea que se movía a gran velocidad, emitía un sonido que a mí me resultaba familiar, porque era idéntico al que tenía en Orense la sirena de Fundiciones Malingre.
 Sólo que el sonido de la  orensana era mucho más fuerte. Sonaba a las nueve, que era cuando empezaban a trabajar los obreros y a la una, cuando salían. Lo mismo por la tarde, a las tres y a las siete. Si se escuchaba  a otra hora, era señal de peligro, de alarma,  que había un incendio o cualquier otra desgracia. Por lo que contaban, aparte de advertir a la ciudad de lo que pasaba, los bomberos, donde quiera que estuvieran –seguro que no tenían “dedicación exclusiva”-, tenían  que acudir rápido a la llamada, a su parque,  y salir disparados a apagar  el fuego. Como Orense era entones pequeño, la sirena de Malingre se oía en toda la ciudad.
Con la de Medeiros pasaba algo parecido, se oía en buena parte del pueblo, pero sólo convocaba a los críos que venían a escucharla de cerca y sin temor alguno. Las personas mayores no hacían caso. Ya sabían lo que era:
los tíos estaban mostrándola a alguien y era una especie de fiesta. Daba gusto escucharla.
Foto: Sara Singelmann

viernes, 7 de octubre de 2016

AL MONTE CON LAS CABRAS

Por Jose Manuel Fernández Sobrino

En mi casa en Ourense, siempre tomamos leche de vaca. Todas las mañanas venía la lechera desde Castro de Beiro, entraba hasta la cocina y nos la dejaba. Había que hervirla. Si se cortaba –es decir, se estropeaba- mi madre se enfadaba, pero yo me alegraba. Porque mi madre aprovechaba aquella leche cortada para hacer requesón. Que estaba riquísimo.

Foto: Saramarfer
En Medeiros, para empezar, no llegué a saber que hubiera una sola vaca en el pueblo. Solo bueyes, que los empleaban para tirar de los carros. Sin leche de vaca, la había de cabra. Muchas cabras. No sé como solucionaban el problema en el invierno, cuando los niños iban a la escuela. Pero en el verano, todas las mañanas al salir el sol, los chavales llevaban a pastar al monte las dichosas cabras. Las de casa y las de algún vecino.
En mi caso, la leche de cabra no me gustaba al principio. Pero pronto me acostumbré. Desde mi llegada a la aldea, mi primo Antonio que vivía con los abuelos, me contaba maravillas sobre lo bien que lo íbamos a pasar por la mañana en el monte. Lo malo fue que la abuela consideró que aquella labor era adecuada para los niños del pueblo, pero no para un niño de la capital. Debía quedarme en la cama, nada de madrugar, y desde luego, nada tampoco de ir al monte.
Antonio lo lamentó y yo lloré. Quería ir con los demás niños. Tanto, que el abuelo se compadeció de mí y dijo “Rosa, este neno ten que ir o monte cos outros, non ves como chora”. El prolongado limpiar de lágrimas que brotaban en silencio, obtuvo el fruto deseado.  Mucho más, cuando, por lo visto, bastante antes de la hora prevista para la vuelta al patio, ya estaba Antonio, mi primo, con la docena de cabras, propias y de los parientes. La abuela se enfadó horrores con el chaval “¿Cómo viñeches tan pronto? Pois sí que comeron hoxe os animais”. Y el abuelo puso paz. “Ti vés, Rosa, o Antonio bota de menos o Manolito, por iso volveo antes ¡teñen que ir xuntos o monte cas cabras!”
El segundo despertar ya fue más alegre. “O romper o día” como decía el abuelo, Medeiros se ponía en marcha.  Gente joven con cabras. Bajaban los carros de bueyes “de cara o monte” por el camino al lado de casa, dando golpes con las ruedas de madera, protegidas con aros de hierro, mientras,  sobre el fuerte golpeteo, se oía la voz del carretero con sonidos que sólo comprendían los animales y debía de ser cierto porque parecían obedecer. O seguían a su aire...
Pero ya ante,s otras señales del nuevo día, llegaban a nuestra vivienda. Las gallinas salían  “do puleiro”, parecían pasear por el patio tan felices, que eso no les llegaba y se encaminaban escalera arriba por los peldaños de piedras que iban hasta el corredor y entraban hacia “a lareira”, a ver si había algo por allí aprovechable para desayunar. Porque en las casas de Medeiros no se usaban llaves. Y  la puerta que daba al corredor, en  verano, quedaba siempre abierta, día y noche.
El “croc,croc, croc” de las aves era el primer aviso de que había que levantarse. Se paseaban a sus anchas por toda la casa. Saltábamos de la cama. Ya la abuela tenía la leche caliente. Le echaba café. Para ella, para Antonio y para mí. Para el abuelo, no. Su gran taza la llenaba de café negro, le echaba un chorrito de aguardiente y se lo tomaba como si nada. Bien es verdad que después sacaba su librito de papel de fumar, la petaca con tabaco , liaba un cigarro, sacaba el mechero de cuerda ya con el pitillo en la boca, prendía fuego en la mecha “chiscando” el mechero, lo aplicaba al cigarro y enseguida, soltaba humo…Me quedaba mirando para él como maniobraba, se daba cuenta y me comentaba “a min o tabaco non me fai mal, porque eu nunca trago o fume, colloó na boca o chuspo para fora… ¡a min non me amola o tabaco!”.
Aquel segundo día en Medeiros, primero en el que partía al monte, hizo que desayunáramos con más apetito y rapidez. El abuelo echó mano de una gran hogaza de pan centeno, cortó dos buenos trozos que nos dió a Antonio y a mí, tomamos el café con leche de cabra sin rechistar y salimos corriendo escalera abajo.
Tanta prisa, espantaba a las gallinas que estaban dentro de casa- que corrían sorprendidas-  y las que subían escalera arriba. Alguna cedió el paso volando desde la mitad de la subida al patio.
 Por fin, Manolito podía salir al monte con las cabras.

miércoles, 5 de octubre de 2016

BAÑARSE EN PRESELA





Foto: Saramarfer
Por Jose Manuel Fernández Sobrino

Cuando tuve uso de razón me dejaron claro que para bañarse en el Miño tenían que haber transcurrido dos horas desde el final de la comida. Y es que "podía cortarse la digestión y te morías". Supe que eso era en Orense, en el Puente.
En Medeiros, no. Porque en Medeiros, aún no habíamos terminado de comer,  y ya se oía en el patio de la casa de los abuelos la llegada de críos de las viejísimas casas próximas.

 Era la señal inequívoca que empezaba a "xornada de tarde". Con mis padres, había llegado el momento de dormir la siesta. Con los abuelos, no. Había que bajar las escaleras de piedra al final del corredor y unirse al grupo. Por cierto, me sorprendieron, desde el primer día, aquellos niños más pequeños de los años cuarenta que "lucían" unos pantalones con una abertura por la que se asomaba abiertamente el aparato urinario. Era el sistema más cómodo y seguro de sus madres para que cuando llegara la hora de "mear" lo hicieran de manera cómoda, limpia, segura y automática.

 Pero aquella tarde, iba a quedar claro que lo de las dos horas transcurridas desde la comida al baño no era tal. Porque el personal menudo, estimó oportuno que había llegado el momento de ir al "regato de Presela" que estaba así como a un kilometro de casa, camino abajo. Me daba vueltas en la cabeza la idea de respetar el plazo. Pero vi que nada mas llegar, todos los colegas se liberaron de la poca ropa que llevaban y "en pelota viva" se lanzaban al agua.

 No tarde en sumarme a la sesión. En el fondo estaba esperando notar algún síntoma de lo improcedente de la decisión. Pero no. Hacía un calor bárbaro, sudaba, y el frescor de aquella  agua tan clara, lejos de hacer daño,  producía una enorme sensación placentera. Estuve un buen rato dando brincos, chapuzando, salpicando, hasta que me pareció prudente salir,..

 Conclusión. Eso de las dos horas era cuento chino. "Bañarse de sesta" como decía mi primo Antonio “moi ben senta”. Muchas veces lo hicimos aquel verano., Y no solo en Presela. En Souto bahia, en la Presa de la Luz...Medeiros era diferente.

lunes, 3 de octubre de 2016

EL VALLE DE MONTERREI






Por Jose Manuel Fernández Sobrino

Foto: Saramarfer





Han pasado nada menos que 72 años. Es decir, era 1944.  En Ourense, en la zona de Puente Canedo, mi hermano, dos años menor que yo, había contraído una enfermedad que recomendaba separarnos. Me enviaron a casa de los abuelos de Medeiros. Había que ir en coche de linea hasta Albarellos y allí vendría mi abuelo "O Fiscal" con dos burros. Nos recogía a mi tio Jacinto -que me acompañaba desde la capital- y a mí,  y subíamos con el abuelo al pueblo. Entre un par de maletas me subieron a "Ramón" un cariñoso animal con el que tan buenas migas haría. Había que ir hasta lo que quedaba del Balneario de Requeixo -que entonces era bastante- y allí arrancaba la "costa da Castiñeira" montaña arriba. Tenía ocho años y nunca olvidé la impresión extraordinaria, en impacto, que me causó aquel paisaje desde lo alto,: todo el valle de Monterrey con el castillo al fondo. Os aseguro que aquella vista me acompañó a lo largo de mi vida.
Seguimos camino y aún me quedaba por ver algo más. Al llegar a "As Lamarellas", mientras mi abuelo me explicaba que aquella gran viña que allí había era de la familia. Tuvo que guardar silencio un momento: y es que "Ramón" se puso a rebuznar con fuerza enorme ante mi sorpresa. Y el abuelo me explicó: "E que xa vé alá no fondo Medeiros, e avisa que xa estamos eiquí".
Supe después que Medeiros tenía alrededor de mil habitantes. Pero no había carretera ni luz eléctrica. Vamos, que sólo se accedía al pueblo a pie o en caballería – es decir, en burro- y por las noches se vivía a la luz del candil de petróleo. Y por supuesto, lloraba por las noches mirando al fuego de "a lareira" que iluminaba los rostros de los que estábamos sentados alrededor y mi abuela se colocaba a mi lado para consolarme, mientras yo le decía "no, abuela, no extraño, lloro por culpa del humo del fuego".