Por Jose Manuel Fernández Sobrino
Poco a poco me fui haciendo con los caminos del pueblo. No tardé mucho. Había que ir con frecuencia a las casas de los tíos. La que más cerca estaba era la del tío Domingos, el cartero. Me gustaba más ir allí porque cabía la posibilidad de que me escribiera mi madre y, era verdad, porque llegaba una carta de vez en cuando.
Pero también era bonito acudir a la carpintería de mis tíos José y Valeriano, cerca de la iglesia. El primero tenía un hijo, Paco, que era menor que yo, siempre tranquilo, era más niño que yo. Valeriano aún no se había casado. Aparte de verles trabajar la madera, nos ofrecían una posibilidad muy curiosa: en uno de los locales de la casa que estaba al lado de la carpintería, tenían un aparato increíble al que llamaban torno. Tenía una gran rueda, unas poleas largas que se podían accionar y coger velocidad y se llamaba torno porque con él torneaban la madera para trabajos especiales.
Foto:Sara Singelmann |
Sólo que el sonido de la orensana era mucho más fuerte. Sonaba a las nueve, que era cuando empezaban a trabajar los obreros y a la una, cuando salían. Lo mismo por la tarde, a las tres y a las siete. Si se escuchaba a otra hora, era señal de peligro, de alarma, que había un incendio o cualquier otra desgracia. Por lo que contaban, aparte de advertir a la ciudad de lo que pasaba, los bomberos, donde quiera que estuvieran –seguro que no tenían “dedicación exclusiva”-, tenían que acudir rápido a la llamada, a su parque, y salir disparados a apagar el fuego. Como Orense era entones pequeño, la sirena de Malingre se oía en toda la ciudad.
Con la de Medeiros pasaba algo parecido, se oía en buena parte del pueblo, pero sólo convocaba a los críos que venían a escucharla de cerca y sin temor alguno. Las personas mayores no hacían caso. Ya sabían lo que era:
los tíos estaban mostrándola a alguien y era una especie de fiesta. Daba gusto escucharla.
Foto: Sara Singelmann |
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