domingo, 16 de octubre de 2016

CON “RAMÓN” VI LAS ESTRELLAS

Por Xose Manuel Fernández Sobrino

Quiero contar hoy mi doble experiencia con Ramón. ¿Lo recordáis? . “Ramón” era el simpático burro que tenían los abuelos. Burro, sí, Pero listo y cariñoso. Uno más de la casa. Con su aire indiferente, como si  no se enterara de nada, pero parecía saberlo todo.

La casa de los abuelos tenía  tres dormitorios. Uno, junto a la “lareira”que lo ocupaban ellos: otro, junto a la mesa grande, donde se comía cuando venía más gente. Y un tercero, abierto, con una cama en la amplia  salida trasera de la casa, donde estaban depositados un montón de cachivaches, con una escalera que daba a la otra cuadra, la de la parte de atrás, y al camino  que discurría entre las casas del pueblo. Esta cuadra, debajo,  era el dormitorio de Ramón.
Os lo había dicho al relatar mi llegada a Medeiros. Ramón era el asno, el burro inteligente, que hacía todo lo que le mandaban. Podías ir sobre él a donde fuere y traer para casa todo lo que pudieras colocarle encimar. Tú, incluido.
El caso es que en aquel acceso a la escalera, sobre el dormitorio de Ramón estaba esa cama. Me gustaba dormir allí. Lo hacíamos juntos mi primo Antonio y yo, cuando nos mandaban hacerlo. El techo de toda la amplia casa estaba formado  por tejas directamente, pero tuvieron la precaución de colocarle una o dos tejas de cristal, que daba luz durante el día, el reflejo de la luna de noche, y desde luego, anunciaba las noches de tormenta que iba a sonar un trueno mediante “un lostrego”, un relámpago . Cuando llovía con fuerza parecía que iba a caerte el agua encima y te metías debajo de las sábanas, cabeza y todo.
El colchón no era de lana. Era de hojas de plantas de maíz, secas. Y al moverse Antonio o yo, hacía ruido. Pero se descansaba bien. No había problema. La almohada, si, era de lana.
Foto: Saramarfer
El caso es que una mañana había despertado antes y vi que Antonio seguía dormido. “Ramón” estaba inquieto debajo y le oí moverse muchas veces  y hasta soplar aire por la boca como si quisiera limpiar la garganta y respirar mejor. A pesar de que me habían advertido que no había que llegar al final de aquel piso sobre la cuadra, ya que no llegaba al fondo y   estaba a  cuatro metros de altura y sin protección de cierre, se me ocurrió ir a observar a “Ramón” desde arriba. Con cuidado. Pero no pude llegar.
Estaban varias tablas del piso sueltas, sin asegurar, y me colé entre ellas y  me precipité por el desnivel hasta la cuadra. Sentí caerme a plomo, por los aires y golpearme de espalda sobre la abundante hierba donde dormía el burro. Quedé quieto, en silencio, con los ojos cerrados, dolorido pese a todo.  Noté el aliento de Ramón en mi cara. Estaba vivo. Y fue entonces cuando mi inmediata reacción fue ponerme a llorar a voz en grito.
Antonio saltó de la cama gritando “abuelo, abuelo, o Manolito caíu a corte”. Ya sabéis también, “a corte” era en gallego, cuadra.  Bajó Antonio corriendo las escaleras, enseguida apareció   en calzoncillos y el abuelo y la abuela detrás, en camisón. El me levantó rápido y ella se precipitaba a comerme a besos “meu filliño, que poideches morrer…” . Y más. Pero me quedó grabada la frase de la abuela dirigida al abuelo cuando se impuso la calma y sabíamos que sólo había sido un susto: “Ay, Xosé, mira que si se nos mata o neno  por culpa de unas tablas sin clavar, tendo dous carpinteiros na casa…”
Con “Ramón” vivimos otra curiosa situación, sólo que en esta oportunidad me acompañó mi primo Paco. Era el único hijo de mis tíos Consuelo y José, él uno de los carpinteros de la familia. Era al atardecer de un día que regresábamos los dos sobre “Ramón”, camino de casa. El animal caminaba pausado, tranquilo y nosotros veníamos sobre su lomo comentando nuestras cosas.  De pronto se me ocurrió golpear al animal con las piernas, como para meterle prisa. Paco se dio cuenta y me dijo algo así como ”para que o burro corra, o mellor e pínchalo no cú con esta punta" Sacó del pantalón una punta muy larga, de las de clavar barrotes como le llamaban en la carpintería y me la dio añadiendo “picha con xeito e agárrate que imos correr”. Oye, mano de santo. O más bien de diablo.
Paco iba montado delante y yo detrás. El burro no llevaba silla ni tan siquiera albarda. Íbamos sentados “a pelo”. Por cierto, menudo daño que nos hacía en las posaderas el espinazo del animal. Clavé la punta donde en teoría me había dicho; pero no sé si acerté o lo hice junto al rabo en un lugar demasiado sensible… Lo cierto es que mientras yo lanzaba  -se me escapaba-  por los aires la enorme punta y pegaba un brinco montado y agarrándome con desespero a Paco, “Ramón” se lanzó en tremenda carrera.
Oye, ahora, setenta años más tarde lo recuerdo como si fuera hoy. No dejábamos de  “trotar” también Paco y yo. Con el agravante,  que a medida que lo hacíamos, yo me iba escurriendo para atrás. Dejé de botar sobre el espinazo  y lo hacía ahora sobre el final, mucho más cómodo, allí no dolía: pero era el aviso de que ya no había más cuerpo. Me deslicé al vacío, caí de espaldas sobre el camino de tierra y piedras, primero el cuerpo y después la nuca. No golpeé con la cabeza en piedra alguna, gracias a la mediación de algún  santo, sin duda. Porque os lo estoy contando.
Pero recuerdo que ví el cielo donde estaba ese santo. Todo estrellado a pesar de que aún era  de día.  Quise elevarme para comprobar que aún estaba vivo. Y aún pude ver la frenética carrera de “Ramón”, allá lejos, imparable, con Paco encima…

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