lunes, 24 de octubre de 2016

DE PASTORES Y CABRAS

Por Xose Manuel Fernández Sobrino

La jornada de pastoreo con las cabras, ocupaba toda la mañana. “O romper o día” o más bien “o sair o sol” era el momento de disponerse a salir. Tras el desayuno, breve, salíamos por el corredor, bajando la larga escalera de piedra, pegada a la casa del señor José Payo, el “tío maestro”. Un vecino, pariente lejano, muy mayor que tenía fama de dormir poco y por eso muchas veces ya estaba asomado a la ventana  - a ventá,  o a fiestra -  de su dormitorio siempre pendiente de nosotros. Le gustaba hablar conmigo y preguntarme cosas, atento a lo  que respondía. Me comentaron un día que quería conocer qué cosas sabía un niño de la capital para compararlas con lo que llevaban aprendido los niños de la aldea. Seguía viviendo la que había sido su profesión tantos y tantos años.
Un día, en el momento de partir, ví que mi primo Antonio, después de entrar a la cuadra para hacer salir a las cabras, las nuestras y las de algún vecino, se fue hacia una parte donde guardaban los abuelos lo que quedaba de la matanza de cerdos, que en aquellos meses de verano no era mucho. Metió la mano en el lugar que había servido para salar esa carne, cogió un puñado –unha presa- de sal y la metió en el bolsillo. Como vio que yo le miraba me dijo algo así cómo “xa verás o que imos  facer hoxe”. Y salimos con las cabras.
Todavía cerca del pueblo, los abuelos tenían una huerta. Mi primo entró en ella.   Buscaba pimientos y cebollas. Cogió así como media docena de pimientos y un par de cebollas;  “o mellor son os tomates, pero os nosos están moi  verdes, moi  duros, ímos por iles “O Colmear”, onde temos outra horta, e se inda non valen os nosos, roubamos na horta dalgún veciño, que por iso non facemos mal ningún”. Lo dijo con la mayor tranquilidad del mundo, pensé yo. Normal, vamos.
Dicho y hecho. Al pasar por el tal “O Colmear”, se desvió, entró en alguna huerta y regresó  con unos tomates todavía poco maduros, pero ya algo enrojecidos “estos xa van ben”.
Seguimos ruta. Encontramos un lugar idóneo.  Era una finca cerrada con un muro de apenas u metro al que se accedía por “o portal”, una entrada cerrada con ramas secas que Antonio separó, entraron los animales y volvió a cerrar. “As cabras que coman o que queiran que así non escapan o non temos que vixialas”.
Mientras las encerraba, me di cuenta que uno de los animales tenía un pelaje algo distinto, con unos tonos raros.” ¿Pero esa cabra no es nuestra, Antonio?” y respondió “non,  é de doña Joaquina, a maestra, que pedíu que lla trouxerámos que seica o que la leva outros días non está, e hai que lembrarse de logo volverlla a casa” .
Buen ambiente. Se unieron allí tres pastores más, vecinos de pastos cercanos.  Entre las enormes habilidades de Antonio estaba la de hacer molinos. Teníamos que buscar un pequeño regato donde, a su manera, conducía el agua entre piedras  y, sobre aquel conducto, colocaba su particular rueda del tal molino: echaba mano al bolsillo y sacaba su navaja –navalla- cortaba un junco –xunco- y  se las ingeniaba para hacer de él una rueda; intercalaba un par de soportes cruzados y le colocaba en un eje de alambre grueso  que ya llevaba preparado, lo aseguraba en las piedras y ¡milagro! La rueda giraba al paso del agua. Era un artista.
La otra “artistada” de Antonio vino cuando echó mano de la bolsa de tela –unha saqueta- donde iban cebollas, pimientos y tomates. Cogió primero un tomate, le dio un tajo al medio pero sin cortarlo de todo, y, tras meter la mano al bolsillo y sacar un puñado de sal, pasó la hoja mojada y ya, con granos pegados por le humedad volvió a pasarla por el tomate ligeramente abierto, de manera que quedase salado; repitió la operación un par de veces más y, ahora sí separó los trozos, repartiendo. Seguramente fui  el más sorprendido, por la novedad, por la experiencia.  El tomate que yo era incapaz de comer en casa,  resultaba que tenía un sabor  exquisito. Nunca lo hubiera creído.
Pero hubo más. Hizo la misma táctica con la cebolla – a ceboleta-  y  sorpresa!!, fui capaz de comer un trozo de ella  cruda! Al principio, por no ser menos que los otros cuatro.
Foto: Álbum familiar saramarfer
 Y finalmente, cortado en ruedas y  tiras, saló el pimiento ¡y también lo comí! Lo comimos los cinco. ¡ Estaba todo buenísimo!
Entre unas cosas y otras se nos había pasado la mañana. Era obligatorio hacer algo más. Volver a casa con leña para quemar. Recorrimos varias “poulas” – fincas donde la había- e hicimos dos “feixes” –haces- sujetos con unas cuerdas que ya llevábamos preparados. El de mi primo, como experto, era bastante mayor que el mío. Había que echarlo a la espalda para volver a casa. Con el ajetreo de buscar y atar la leña, estábamos cansados
Los cinco chavales nos sentamos a reponer fuerzas.. El cuerpo nos pedía beber algo. “Pero a auga do regato ven algo sucia, é mellor tomar leite”. Y lo que me faltaba por ver. Entramos a la zona de pasto y mientras uno sujetaba la cabra por los cuernos, otro se metía debajo, ordeñaba y tomaba la leche a chorro.  En directo: estaba templada. Claro que Antonio advirtió “eiquí cada un toma leite das suas cabras”. Y ya, cuando los demás se fueron hacia las suyas, por lo bajo, me aclara con picardía “e nos, imos beber da cabra da maestra”.
Increíble. Aún tengo más que recordar. Cuando llegamos a casa me dice “Manolito, lévalle a cabra a maestra”. Fui y se la entregué a doña Joaquina. Fue entonces cuando me dijo:  “Ay, Manolito, que vacía viene esta cabra ¿estás seguro que pastó suficiente?. Y yo, pidiendo mentalmente perdón al cielo,  aseguré muy serio “Si señora, como todas”.
La abuela le riño a Antonio por hacerme llevar a mí la cabra a la maestra. Y hacerme volver cargado con “un feixe de leña”.
Mi primo bajaba la cabeza. Yo le lancé una mirada “furibunda”, la mar de cabreado…por otra cuestión diferente: lo de la cabra, por hacérmela llevar a mí a la casa de la maestra y que se diera cuenta del uso realizado
 y escabullirse él. Pero me pareció que él me pedía perdón a distancia. Y yo no podía comentar nada delante de la abuela.  Calladito.

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