viernes, 28 de octubre de 2016

COSAS DE LA VIDA EN EL PUEBLO

Por Xose Manuel Fernández Sobrino

Medeiros siempre fue un pueblo grande. Especialmente, en aquellos tiempos. Era difícil asegurar que llegaba o pasaba del millar de habitantes, como se decía con insistencia, no había manera de saberlo. Pero desde luego las familias eran en su mayoría numerosas y había siempre muchos niños por los caminos, en aquellos meses de verano que allí pasé.
Eran tiempos de la postguerra y, parece ser que,  desde las alturas institucionales, se aconsejaba a los españoles que aumentasen el número de  hijos. Para una mentalidad como era entonces la mía  esto era difícil de  valorar y, seguramente, menos la frase que un día, caminando cogido de la mano del abuelo, le oí comentar: “desde que o Franco lle diu por pagar por tener fillos, as mulleres paren coma coellas”. Pues sí, a lo mejor era por eso por lo que  había tantos niños..


Foto: Ricardo Colmenero
 Y en Medeiros andaban los niños con  aquellos pantalones tan especiales, abiertos por delante y hasta atrás, todo el dia corriendo de una parte a otra, con el “pito” al aire dispuesto  para orinar  y hasta con agacharse podían satisfacer sus otras necesidades con idéntica facilidad. ¿Las niñas? Pues no sé, no recuerdo. No me había fijado. Aunque vete tú a saber. Sería más o menos, digo yo, y más sencillo.
En lo que a número de hijos se refiere y en nuestra familia había de todo. Los abuelos tuvieron ocho hijos, seis hombres y dos mujeres. Sin embargo nietos, creo que trece, pero con la particularidad  que María, una de sus hijas, llegó a tener seis y cuando llegó el séptimo, complicaciones en el parto, causaron la muerte al niño que llegaba y su madre. Por eso no llegué a conocerla.
Por eso Antonio estaba con los abuelos. Era uno de los hijos.  Los apuros de su padre con semejante prole, sin mi tía, hicieron que se fuera para  la casa de ellos, como una ayuda y compañía mutua. Era como criar un crío de nuevo.
Los abuelos vivían felices y tranquilos juntos.  Pero a mi abuelo le ilusionaba llegar algún día a vivir en Ourense. Allí iba de vez en cuando a nuestra casa. Tanto le ilusionaba, que bromeaba-o no-  con la abuela “Rosa, non morras, que si faltas hoxe, mañá marcho para Ourense”.  Pasaron los años y José Fernandez Ferreiro, “O Fiscal”, quedó viudo. Y se fue a vivir efectivamente con nosotros en 1961. Su padre, el bisabuelo Serafín, decían que fuera fiscal en Albarellos-Monterrey y él “heredó  el título”.
Pero, insisto, en aquellos años cuarenta vivía tranquilo, feliz con la abuela, y llevándose muy bien. Habían distribuido ya entonces sus propiedades que eran notables entre sus hijos. Especialmente viñas. Por las tardes recibíamos la orden de “ai que gardar as uvas” y de vez en cuando, en lugar de jugar, nos íbamos con otros chavales de viña en viña, con el fin de espantar a cualquiera que se introdujera entre las cepas y llevarse unos racimos. A fin de cuentas, era simplemente eso.
También es verdad que esas visitas a los viñedos ofrecían una particularidad. Contaban con “una caseta”, un pequeño refugio para que el “centinela” pudiera acogerse en caso de lluvia, construido de paredes hechas con piedras y con un techo formado con “xestas” –retamas- .  Empezaba yo a acusar las  inquietudes escénicas que siempre tendría y, ante la sorpresa de los colegas, me subía a una de las paredes y me ponía a cantar. Canciones de moda en aquel entonces, que se escuchaban en los programas de  dedicatorias de unos oyentes a otros, en Radio Orense y del cine español, que las sabía mi madre de memoria.  Siempre estaba cantando canciones de “la Piquer”, Imperio Argentina y demás, cuando hacía la limpieza de la casa de Orense.  Y, como consecuencia, yo también sabía las dichosas canciones , las había aprendido..
Foto: Ricardo Colmenero
Pero acabo de comentaros algo que merece la pena  pararse a considerar y valorar. La muerte en un parto de la madre de Antonio al dar a luz a su séptimo hijo. No había médico en el pueblo, ni siquiera cerca. En caso de una emergencia había que desplazarse a  Albarellos o Verín. Pero ya os lo dije varias veces, aquellos mil habitantes tampoco disponían de carretera. Había que ir a pie a buscarlo o  llevar al enfermo en caballería.Se habían dado casos de colocarlo sobre una manta y trasladarlo sujeto entre varias personas Ni, por supuesto, con un  teléfono para pedir auxilio. Completamente aislados. No hace falta insistir en la situación.
Sin carretera. Sin luz. Pero también sin agua. Se lo explicaba a mi primo. “En Ourense tenemos grifos que echan agua como el caño de vuestras fuentes, pero ese grifo lo tenemos en casa”. Antonio callaba, me miraba extrañado, fijamente, como si le quisiera engañar. La incomodidad de la falta de agua la pude comprobar yo mismo, porque a veces la abuela nos mandaba a por agua.  Y allá íbamos los dos.
El pueblo se servía de dos fuentes. “A do Bouzo e a do Valeciño”. Claro, luego había  pozos. En la fuente, si el agua era para beber, había que esperar tu turno, Cuando llegaba tu vez, colocabas el cántaro debajo del caño hasta que se llenase. Si el agua era para los animales o para lavarse, podías cogerla de la que estaba recogida, metiendo el  cántaro en el pilón.
Luego,  mi primo y yo,  por cada una de las asas, íbamos camino de casa.   Cerca de la “lareira” ,  de la cocina, había un estante y allí quedaba el agua. Al lado, un vaso de porcelana con asa o de barro  que había que introducir en el cantaro  con cuidado, llenarlo y luego beber por allí mismo. Así, hasta que la abuela nos enviara a reponer existencias…

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