viernes, 7 de octubre de 2016

AL MONTE CON LAS CABRAS

Por Jose Manuel Fernández Sobrino

En mi casa en Ourense, siempre tomamos leche de vaca. Todas las mañanas venía la lechera desde Castro de Beiro, entraba hasta la cocina y nos la dejaba. Había que hervirla. Si se cortaba –es decir, se estropeaba- mi madre se enfadaba, pero yo me alegraba. Porque mi madre aprovechaba aquella leche cortada para hacer requesón. Que estaba riquísimo.

Foto: Saramarfer
En Medeiros, para empezar, no llegué a saber que hubiera una sola vaca en el pueblo. Solo bueyes, que los empleaban para tirar de los carros. Sin leche de vaca, la había de cabra. Muchas cabras. No sé como solucionaban el problema en el invierno, cuando los niños iban a la escuela. Pero en el verano, todas las mañanas al salir el sol, los chavales llevaban a pastar al monte las dichosas cabras. Las de casa y las de algún vecino.
En mi caso, la leche de cabra no me gustaba al principio. Pero pronto me acostumbré. Desde mi llegada a la aldea, mi primo Antonio que vivía con los abuelos, me contaba maravillas sobre lo bien que lo íbamos a pasar por la mañana en el monte. Lo malo fue que la abuela consideró que aquella labor era adecuada para los niños del pueblo, pero no para un niño de la capital. Debía quedarme en la cama, nada de madrugar, y desde luego, nada tampoco de ir al monte.
Antonio lo lamentó y yo lloré. Quería ir con los demás niños. Tanto, que el abuelo se compadeció de mí y dijo “Rosa, este neno ten que ir o monte cos outros, non ves como chora”. El prolongado limpiar de lágrimas que brotaban en silencio, obtuvo el fruto deseado.  Mucho más, cuando, por lo visto, bastante antes de la hora prevista para la vuelta al patio, ya estaba Antonio, mi primo, con la docena de cabras, propias y de los parientes. La abuela se enfadó horrores con el chaval “¿Cómo viñeches tan pronto? Pois sí que comeron hoxe os animais”. Y el abuelo puso paz. “Ti vés, Rosa, o Antonio bota de menos o Manolito, por iso volveo antes ¡teñen que ir xuntos o monte cas cabras!”
El segundo despertar ya fue más alegre. “O romper o día” como decía el abuelo, Medeiros se ponía en marcha.  Gente joven con cabras. Bajaban los carros de bueyes “de cara o monte” por el camino al lado de casa, dando golpes con las ruedas de madera, protegidas con aros de hierro, mientras,  sobre el fuerte golpeteo, se oía la voz del carretero con sonidos que sólo comprendían los animales y debía de ser cierto porque parecían obedecer. O seguían a su aire...
Pero ya ante,s otras señales del nuevo día, llegaban a nuestra vivienda. Las gallinas salían  “do puleiro”, parecían pasear por el patio tan felices, que eso no les llegaba y se encaminaban escalera arriba por los peldaños de piedras que iban hasta el corredor y entraban hacia “a lareira”, a ver si había algo por allí aprovechable para desayunar. Porque en las casas de Medeiros no se usaban llaves. Y  la puerta que daba al corredor, en  verano, quedaba siempre abierta, día y noche.
El “croc,croc, croc” de las aves era el primer aviso de que había que levantarse. Se paseaban a sus anchas por toda la casa. Saltábamos de la cama. Ya la abuela tenía la leche caliente. Le echaba café. Para ella, para Antonio y para mí. Para el abuelo, no. Su gran taza la llenaba de café negro, le echaba un chorrito de aguardiente y se lo tomaba como si nada. Bien es verdad que después sacaba su librito de papel de fumar, la petaca con tabaco , liaba un cigarro, sacaba el mechero de cuerda ya con el pitillo en la boca, prendía fuego en la mecha “chiscando” el mechero, lo aplicaba al cigarro y enseguida, soltaba humo…Me quedaba mirando para él como maniobraba, se daba cuenta y me comentaba “a min o tabaco non me fai mal, porque eu nunca trago o fume, colloó na boca o chuspo para fora… ¡a min non me amola o tabaco!”.
Aquel segundo día en Medeiros, primero en el que partía al monte, hizo que desayunáramos con más apetito y rapidez. El abuelo echó mano de una gran hogaza de pan centeno, cortó dos buenos trozos que nos dió a Antonio y a mí, tomamos el café con leche de cabra sin rechistar y salimos corriendo escalera abajo.
Tanta prisa, espantaba a las gallinas que estaban dentro de casa- que corrían sorprendidas-  y las que subían escalera arriba. Alguna cedió el paso volando desde la mitad de la subida al patio.
 Por fin, Manolito podía salir al monte con las cabras.

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