lunes, 20 de febrero de 2017

VOLVER A CASA


Xosé Manuel Fernández Sobrino

Cuando a la media tarde de un dia de finales de agosto vi abrirse la puerta del patio de los abuelos y que entraba mi padre, supe, claramente, que por aquel verano mis días en Medeiros habían terminado. Corrí a abrazarlo y agradecí que tras quedarse mirandome,  su  cara fuera de satisfacción por lo bien que me encontraba. En mi casa de Ourense me había acostumbrado a las señales de afecto, de especial cariño de mi madre. Mi padre era distinto. Pero aquel dia, noté una actitud desacostumbrada en él.
Fue saludando a unos y otros y se  dispuso para ir a visitar a los que estaban en otras casas por el pueblo, sus hermanos y demás. Después de ver la cara de satisfacción de mamá Rosa,  Manolo me cogió de la mano y salimos. Manolo, pensaba yo, por eso me llamaban Manolito, como el Manolo pequeño para no confundirlo con mi padre. Claro que en realidad mi nombre era José Manuel. Y en ese momento caí en la cuenta de que yo llevaba, a la vez, el nombre de mi abuelo y mi padre.
Visitó a sus hermanos, a mis tíos. Hermoso y eterno cariño de Medeiros. Hablaban poco, pero se abrazaban  y se besaban con ruido, como haciendo resonar la distancia del día a día. Todos estaban contentos. Pero llegó un momento en que con mi primo Paco y con otros niños más, me aislé del grupo. Y mi padre fue a lo suyo. Estaba cerca la temporada de caza y tenía que establecer contactos con los que iban a ser sus compañeros en los primeros días de temporada.Vendría desde Ourense dispuesto a disparar cartuchos.
Yo aquello de la caza no quería ni verlo. No me gustaba la perdiz, porque me daba pena y además al comerla, aparecían perdigones entre la carne. Lo sentía por la muerte del pobre animal que dejaba de volar y, según me contaba, al caer al monte, muerta o herida, la traía uno de los perros en la boca. Prefería el conejo y no sé muy bien por qué, ya que también tenían una suerte horrible: estaban generalmente escondidos. Llegaba hasta ellos el perro, escarbaba en su escondrijo y el pobre conejo trataba inútilmente de escapar y era entonces cuando,  también según contaban, sonaban los disparos y ya se sabía. El perro iba a recoger la presa y había que moverse para que no la destrozara.
Por supuesto yo era contrario a la caza, a las armas de fuego, los disparos y ese afán de matar para divertirse y luego para comer. No pensaba así de pronto en el triste destino de tantos animales, que si no los comíamos los humanos, eran devorados por otros animales mayores…
Foto: Ricardo Colmenero

Aquella mi última noche de este verano en Medeiros fue distinta. Estaba pensativo. Sentado en aquel gran balcón de madera que daba al patio, veía a  lo lejos, muy a lo lejos, allá al fondo, las montañas de Monterrei. A mi lado, Antonio. No decíamos nada. Yo, con mis pensamientos entre el Medeiros que dejaba y el Ourense  que me esperaba. Mi primo, que volvía a quedarse sólo, con los abuelos y las cabras y su entorno.
 Dentro hablaban. De mi, claro. Que era tranquilo, que me había portado bien. “Xa empeza a falar galego”  dijo mi padre “porque na carta que nos mandou mezcla galego e castelan e di que o Pepe esnacou una sandía e que si ardeu a aira foi porque lle chiscaron”.  Rieron todos por mi manera de escribir y me figuraba la ilusión que le haría a mi madre leer aquello. Pero mi primo y yo seguíamos serios, en silencio.
El regreso estaba previsto para después de comer. Lloré al decir adiós a los abuelos.  Y Antonio hacia esfuerzos para que no se le notara. Pero bueno yo iba “al lado de mamá, de mi hermano y de Jacinto”.
Foto: Bruno Medeiros (@Bs17Photography)
 Fuimos camino de Albarellos. Volví a recrearme en aquel paisaje que tanto me gustaba del valle de Monterrei desde lo alto, con los viñedos que en el cercano septiembre iban a ser vendimiados, con sus enormes hileras de cepas. Yo llevaba una muestra de las uvas de Medeiros, que ya estaban casi a punto. Una cesta que, tapada por un paño y atado con cordeles, iba repleta de racimos. Allí los llevaba, delante de mí, sobre Ramón. Y también una maleta. Los demás, caminaban.

Se despidió el abuelo al llegar a Albarellos. El coche de línea estaba a punto de llegar. Por eso ya no esperó  más y le vimos partir con Ramón. Cuando vimos llegar el autobús, a los mayores que esperaban le dio mala espina. Venia abarrotado. Tanto, que ni tan siquiera hizo amago de parar. Siguió su marcha y todos quedamos en tierra. ¿Y ahora?. El abuelo se había ido. No íbamos a volver a Medeiros.
Mi padre estaba esperando el coche hablando con un señor alto, muy alto y delgado, amigo suyo compañero de caza, que se llamaba Romero. “Non pasa nada, non vos preocupedes que vindes para miña casa e esperades polo coche de mañá”. Era mi penúltima experiencia del verano en Medeiros. Porque sin duda habría más. La hubo. Y por partida doble.

 A la mañana siguiente, al subir el coche que traía mucha menos gente, el revisor se empeñó en que “as uvas teñen que viaxar arriba” y las subieron para lo alto por la escalera del fondo, entre viajeros, maletas y bultos.
Ya camino de Ourense, la segunda experiencia. Era entre Xinzo y Allariz, en un lugar, creo,  llamado Fontela, un extraño ruido, como la subida de una bomba de palenque hizo exclamar al conductor dando un golpe con las dos manos al volante.  “¡Bueno, carallo, alá vai una roda, pinchamos!!!.  En principio, bajaron cobrador y chofer. Al ver los gestos de ambos y los “pecados” que iban soltando, comprendimos que iba para largo y bajamos los viajeros  también.
Foto: ourensenotempo.com
Sin teléfono al que echar mano, resulta que había que avisar a la Empresa Perille en Ourense y no se sabía cómo. Porque había una rueda de repuesto, pero también estaba pinchada. Pasaba un turismo, lo pararon y cuando supieron que iba para Ourense les pidieron“comprenos que se chegue  a na calle do Paseo  e digalle a Empresa Perille que estamos na carretera, pichados, que traigan una roda”.  El matrimonio que viajaba aseguró “tranquilos, queda da nosa man”. 
La cosa iba para largo. No sé el tiempo que pasó. Pero hubo tiempo de todo. Subir y bajar del autobús, sentarse en la carretera, hablar, hablar…Hasta unos mozos trataban de ligar con unas chavalas que se asomaron a un balcón. Y luego lo intentaron más. Les daban conversación a todos.
Debía ser ya avanzada  la tarde cuando apareció un coche con la dichosa rueda. Y dos mecánicos. La colocaron y continuamos el viaje, al fin!!!!


Pasamos por Allariz, Taboadela y  Ourense. Entramos a la calle del Paseo y por fin, al garaje de Perille, frente al Teatro Losada –hoy Galerías Centrales-. A un lado el mostrador del popularísimo Bar Túnel y enfrente, la gran pizarra negra pintada en la pared donde se ponían los domingos por la noche los resultados de fútbol.
Foto: Saramarfer
Teníamos hambre, todos sin comer. Bueno, todos no. Cuando mi padre dijo “fagame o favor. Bóteme unha cesta de uvas que anda por ahí”. Entonces dijo el de arriba “ ¿Cesta de uvas? ¡eiqui ai unha cesta, pero está vacía!”. Mi padre dijo “¡bueno carallo, vaiche boa!. Y no se qué de la madre de no se quienes.

miércoles, 8 de febrero de 2017

SANTA ROSA DE LIMA


Por Xosé Manuel Fernández Sobrino

Aquella dichosa costumbre del pueblo de no saber el día en que se vive y acordarse de pronto que es sábado porque tocan as campas a santo, casi nos cuesta pasarnos el día del santo de la abuela.
 Aparecimos los dos nietos con el famoso  cartucho de galletas para felicitar a la abuela. Se quedó mirándonos, entre sorprendida y extrañada,  y mucho más  al vernos tan formales, tomando asiento en el banco grande junto al fuego, en lugar de salir pitando a correr por el pueblo como todos los días. Yo dije “abuela, es que hoy es tu santo y te traemos un regalo”. Y le di las galletas.

Yo diría que mamá Rosa, como le llamábamos en casa, nunca en su vida había recibido un detalle como ese. Al menos a juzgar por la actitud  que  mostró. “Gracias, moitas gracias, mirade que netos mais boiños teño”. Y llamó fuerte,  con energía “¡Jusé, ay Jusé!”. “Jusé” era el abuelo José, que fumaba tranquilamente en el corredor mirando al cielo, echando humo, ajeno a cuanto ocurría dentro. Se levantó pausadamente, se sumó a la reunión en a lareira  y como si no llegara a enterarse de qué iba la cosa, siguió a lo suyo diciendo aquello de “xota pita, veña para abaixo, que na casa non facedes mais que poner esto cheo de cagadas”.  Y es que as pitas campaban por sus  respetos, entraban y salían de la casa como les venía en gana. “Croc, croc, croc…”
Foto: Saramarfer

Aquella actitud de despiste por parte del abuelo pareció molestarle a mamá Rosa, “·polo visto hoxe é o meu santo e trouxéronme un regalo. Mira, galletas”.  El abuelo no se daba por enterado, siguió a su aire, pero la abuela, sensible y agradecida, abrió el cartucho, metió la mano y sacó una de “las de coco”. “Ay, oh, ¡sabenche ben¡¡”  e inmediatamente aprovechó Antonio para intervenir “mamá Rosa, tamén hai de outras que o Manolito chámalle de María”.  Y al acabar la de coco, volvió a meter la mano y sacó de las redondas “ay, estas tamén saben moi ben”.
Y ocurrió lo que tenía que pasar. La abuela, aunque acostumbrada a la vida de pueblo toda su vida, se dio cuenta que mirábamos satisfechos de como había encajado el regalo. Y soltó “todo isto está moi ben, pero a quen de certo lle gostan  as galletas son ós nenos,así que mirade, veña, veña, comede vos”.
No tuvo que decirlo dos veces. Cogimos el cartucho y despachamos en un momento el contenido. Mano a mano. Curiosamente, volvía el abuelo de echar  del corredor a las gallinas y nos sorprendió  comiendo las galletas. “Pero boeno, as galletas eran para a avoa ou para vós…polo que vexo, a min non me deixastes ni tan xiquera a proba”. Pero no era así. El abuelo aún llegó a tiempo de enterarse y sumarse a la fiesta. Y aún pudo comer una de cada. Por lo menos.

Aquello fue la primera parte de los encargos que teníamos que hacer. Esperamos  a que el tío Maestro se asomase a la ventana y comentarle lo del tintero y la pluma.  “Claro que teño ¿Cómo non vai ter un maestro un tinteiro é una pluma? ¡A ver! Decirlle ó avó qué chega mais alto ca vós, que mo colla pola ventana”.
Resolvimos. Con todo el material sobre la mesa grande de dentro, la mesa de las grandes comidas, me dispuse a escribir a mi madre, bajo la atenta y expectante mirada de Antonio, viendo una operación novedosa como era la de escribir una carta. Lo primero, metí la pluma en el tintero, comprobé que estaba húmeda y la llevé al papel.  Recordé lo que me decían las monjas en el colegio, “cuando se  escribe una carta lo primero que se pone es una cruz en todo lo alto” . “E por qué pos iso?”, preguntó Antonio;  “Porque los católicos lo hacemos así”, le contesté. Antonio calló. Yo seguí escribiendo: 
Medeiros, 26 de agosto de 1946.
“Queridos papás, espero que os encontréis bien y que Paquito esté mucho mejor, aquí estamos todos  bien”. Ya estaba en marcha el escrito. Me quedé pensando.
Foto:Saramarfer
Falalle da festa”  medió Antonio. Era buena idea. “Sabréis que tuvimos la fiesta del 15, con procesión, y echaron fuegos. Tenían poca subida y por poco estoupan  algunos de ellos en la cabeza de la gente, algunos se libraron porque corrieron. Hasta una bomba entró en una huerta y rompió berzas y todo”.  “Fala da música” seguía apuntando Antonio. “Tuvimos banda de música pero era muy pequeña dijeron que era cosa de cuartos, que no los tenían y por  eso vinieron pocos músicos”.
“Comimos en casa del tio Domingos, comimos vitela y queríamos comer postre. El tío compró una sandía muy grande para que llegara para todos, pero no pudimos comerla porque la traía para casa el primo Pepe, venía jugando con ella  pero se le escapó de la mano y se esnacó contra una piedra grande del camino, nos quedamos sin sandía y el tio Domingos cuando lo vió se cansó de decir pecados y Pepe de correr… la tía Estrella arregló lo del postre...”
Eu penso que debías poñer algo do lume da aira”.  Otra buena idea. “El dia de la fiesta ardió de noche la aira. La gente se disgustó tanto que hasta  había mujeres que  lloraban. No se sabe porque ardió, pero el pedáneo dijo que si ardió fue porque le chiscaron”.  “Oye Antonio, que me olvidaba, tengo que decirle a mamá que felicitamos a la abuela”. Añadió Antonio: “E que lle compramos un regalo…boeno, non costou nada, pero…
“Mamá, como dijiste felicité a la abuela y no nos costó nada un regalo de galletas. Y es que  no nos cobró el tío Julio. Estaban muy ricas, la abuela nos dijo que las comiéramos Antonio y yo. 
Bueno, besos para todos. 
Manolito”.
Las cartas que llegaban y salían de la familia de Medeiros no costaba nada enviarlas. Venían a nombre del carteiro  y era el tío Domingos quien las mandaba. Y como trabajador de Correos, no necesitaban sello. Eso también salía barato. Como el regalo de la abuela. Daba gusto.