viernes, 11 de noviembre de 2016

HASTA O MUIÑO DA POMBEIRA

Por Xosé Manuel Fernández Sobrino


El pan que se comía en casa de los abuelos de  Medeiros fue otra de las cosas a las que tuve que acostumbrarme. Asegurar que en aquellos tiempos de la postguerra, comíamos en Ourense pan de trigo, sería mucho decir. Mejor, le llamaríamos “una especie de pan de trigo”. Las limitaciones, con el paso del tiempo, en cuanto a alimentación, iban disminuyendo. Ya eran menos malas. Pero existían las cartillas de racionamiento. Aceite, azúcar, arroz, jabón... Los artículos de primera necesidad no se podían adquirir libremente. Estaban racionados. Cada persona tenía su cartilla y sus cupones, y había que pasar por una tienda como la nuestra para poder llevar comida a casa. El pan… bueno,  era una especie de bollos teóricamente de trigo, pero “podía contener algún otro producto sorpresa indeterminado”, como, por ejemplo, granos de maíz.
Y es que la harina normal en aquellos tiempos  sólo podía conseguirse “de estraperlo”, era prohibida. Cuando mi padre lograba  alguna, mi madre hacía en casa pan blanco, riquísimo, pero teníamos que comerlo en casa; para merendar en la calle, había que usar el pan de  racionamiento.  No me  fueran a ver el pan blanco.
  De modo que aquellas hogazas de pan centeno que tenían en casa  los abuelos en Medeiros, para mi eran novedad y adaptarse a ellas no fue problema. Lo guardaban en un gran mueble que llamaban artesa  con pequeños sacos de centeno, que estaba detrás del banco en que nos sentábamos para, por las noches, ver como preparaba la abuela la cena, sentada en su banquito, como agachada junto al fuego de a lareira, en el suelo de piedra.  Claro que también era verdad que, a medida que pasaban los días, aquel pan se ponía más duro y  era más difícil de masticar.
Yo no me había parado a pensar en aquello hasta que una noche nos dijo el abuelo a Antonio y a mí, “mañá voume chegar o muiño a moer un pouco grao. O Manolito podía vir comigo”. Ni mi primo ni yo nos atrevimos a comentar nada.  Me dí cuenta que la abuela, siempre con su rostro iluminado por el resplandor del fuego, estaba pendiente de cómo encajaba yo la noticia. Sabía lo que sentía no salir con mi primo y las cabras al monte.
Total que al día siguiente, Antonio salió  y yo me quedé mirando desde el corredor, apoyado en la barandilla, como partía. Se asomó a su ventana como todos los días o tío Maestro  que, sorprendido,  me preguntó “si estaba malo”. “No,  es que voy a ir con el abuelo al molino”. Mezclando gallego y castellano vino a decirme:
-¡Ah! Vas pasalo ben, é un paseo bonito. Está un poco lejos, pero será una experiencia bonita para ti. Verás cosas nuevas. Moer o grao. O rio Búbal. Medeiros tenche mais cousas de ver que o que podes pensar. E do que  la gente del pueblo piensa. Pasarán os anos e virán gentes novas que conocerán lo  que hay aquí, que hoy no le hacemos caso, pero este pueblo ten cousas  históricas.
Seguramente pensó que lo que decía no acababa de comprenderlo y quiso ponérmelo más fácil.
-Fixate, tanto a Igrexa de San Salvador o como a do pobo deben ter o pé de 500 anos. Las fuentes del Bouzo y Valeciño, seguramente fueron hechas por los romanos. Unos romanos que dejaron eiquí  otras muchas obras…pero eres muy niño, ya las conocerás con el tiempo. Porque mira, Manolito, os meus vecinos non che están para estas cousas…eso non lles quita o sono.
Notaba que el tio Maestro se esforzaba para hablarme siempre en castellano, y yo no me atrevía a decirle que por mí era igual, que todos me hablaban en gallego y lo entendía todo, y lo que no, preguntaba. Pero cortó el abuelo,   “Imonos, logo de cara o muiño da Pombeira”.
        Nos fuimos a la parte de atrás de la casa, bajamos las escaleras. Ya en la cuadra, colocó bien amarrado sobre el burro Ramón,  el saco de grano.  Abrió la puerta y, lo mejor, me sentó sobre la carga y salimos felices. Yo desde luego.
Tenía razón el tio Maestro, aquello quedaba lejos. No me preocupaba, iba feliz cabalgando.  Pasamos por muchos lugares, como por  a viña do Morrión donde ya habíamos estado  gardando as uvas, pero  mis primos no me dijeron lo que me aclaró el abuelo, “esta viña é vosa, tocoulle o teu pai e o Xacinto”. 
Foto: Ricardo Colmenero
Poco después llegamos al río Búbal. El paso del agua, los árboles, el molino. El ruido del agua y del molino trabajando.,  Era bonito. Y novedoso.
Tuvimos que esperar. Había más gente. Cuando llegó nuestro turno, el molinero se hizo cargo del grano. Lo volcó hacia las ruedas por un gran embudo. Suponía de qué iba la cosa, pero no pregunté. La rueda –por el ruido que hacia- empezó a girar. Tardó un buen rato. El grano molido lo  depositaron en un cribo -“nunha peneira- ” que accionada a mano, separó la harina blanca de otra más oscura. “¿ves? , esto é o farelo”. Muy amable y atento me aclaró el molinero. Por cierto, también se llamaba Ramón.
Foto: Ricardo Colmenero
Aquello del farelo me era familiar, por la tienda de mis padres. En castellano le llamábamos salvado. Lo llevaba la gente en Ourense, decía, para  darle al ganado. Claro que también había quien comentaba que “en caso de necesidad tamén, cun pouco de fariña, pódense facer unhas papas”. Y es que nos constaba que, en aquellos tiempos de la postguerra, mucha, mucha de la gente que venía a comprar a la tienda de mis padres, pasaba mucha hambre.
Volvimos a casa de la misma manera, yo montado sobre Ramón. Había sido una bonita mañana.  Distinta. Cuando estábamos cerca de casa, mi abuelo me comentó: “e agora hai que pensar en facer unha fornada de pan. Imos ver cando dispón a avoa”. Esa sería otra experiencia, otra novedad que me aguardaba.

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