jueves, 1 de diciembre de 2016

COMER A DIARIO

Por Xosé Manuel Fernández Sobrino


Foto: Puri Fernández
Tras la  vuelta a casa, después de la animada mañana que habíamos pasado con la salida al monte y lo vivido en el horno del señor Pepe, lo que esperábamos era sentarnos a comer. Claro que  no pintaba muy bien la cosa porque la abuela nada había preparado, pero a nosotros, es decir, a Antonio y a mí, no nos importaba. Con el pan recién hecho nos bastaba. Para empezar, claro.

Volvía el abuelo, “mirade ben que o pan quente e moi malo”. El insistía y nosotros, aunque fuera mentalmente, repetíamos “¡y dale!”.  Ya no digamos cuando, sentados a la mesa expectantes sobre lo que pudiera pasar, cogió el abuelo una de las piezas, le metió el cuchillo y se oyó el crujido del pan que se iba cortando. En nuestras sensaciones infantiles parecía que hasta calentaba el dichoso cuchillo.  Más a punto, imposible.
Sin decirnos nada,  nuestros pensamientos empezaban a  girar  en torno a una misma pregunta ¿y  con qué comemos este rico  pan?. Podría pensarse que la respuesta era lo de menos, porque mientras le dábamos vueltas al tema, seguíamos saboreando el  pan sin parar.
Como si el abuelo leyera en nuestras mentes infantiles, fue a ponerle remedio. Sabíamos los tres que nada había cocinado la abuela y  el fuego seguía apagado. Vimos como el abuelo bajó al patio y supusimos que algo iba a buscar a la especie de bodega que había. Me vino a la mente chorizo, pero no recordaba ya Antonio cuando se habían terminado. ¿Jamón? Hubo cuatro jamones en su día. Dos se picaron para mejorar chorizos. Quedaban otros  dos allí, curándose, pero eran intocables.  Porque los abuelos los tenían dispuestos para vender unos meses después y con ese dinero comprar algo imprescindible en ese momento, como por ejemplo, un par de cerdos pequeños para criar y ser sacrificados en la matanza del año siguiente.
Había otra salida que no os voy a contar ahora. Lo haré más tarde. No era cosa del abuelo y sí, desde luego, de sus inocentes nietos.
El caso es que mientras saboreábamos el “pan con pan” regresó el abuelo. Con un trozo de tocino entreverado, es decir, blanco, pero con vetas rojas. Lo conocía de la tienda de mis padres. Pero nunca pensé que se podría utilizar como comida de mediodía. Total, que el abuelo cortó unas tiras y dijo “veña, metédeo no pan”. Os lo aseguro: ¡qué delicia, aquel pan todavía caliente con aquel tocino!...¿Cómo era posible que supiera tan bien?
El abuelo le arrimó un buen trago de vino de su taza de barro y nosotros fuimos varias veces al cántaro del agua. Porque sabía muy bien aquel tocino, aunque  estaba un poco salado. Bueno, las cosas como son, bastante salado. Pero con el pan… delicioso!!
Supongo que a estas alturas de lo que os estoy contando os preguntaréis  qué comían en Medeiros. Para empezar, os diré que productos de huerta que, naturalmente, los tenían a mano. Tomates, cebollas, pimientos…Aquellos pimientos fritos gracias a la habilidad y  recursos de la abuela, porque aceite no había. Verdura con patatas, con  un refrito  ideado por la experta  cocinera Rosa. Potaje de habas, de garbanzos…judías, caldos....  Mientras en las casas había carne de cerdo era utilizada muy amenudo. Hasta que se acababa. En la de los abuelos, a estas alturas del año quedaba solamente tocino y menos mal. Y claro, de forma permanente y oportuna, algún pollo o gallina al que se pudiera echar mano.
Ya sé,  me vais  a  preguntar por pescado y carne de ternera. Bueno, hay que decir que, por lo que contaban,  de vez en cuando aparecían en el pueblo unas mujeres llamadas “pescantinas”. Traían   un par de  burros  con unas  de cajas de sardinas u otros pescados, como jurel –xirelo-, pero siempre pescado barato y vendían. Como mucha gente no tenía dinero, se efectuaba el cambio,  por productos de la tierra, como patatas, verduras, pimientos, repollos, fruta…bueno, esto último menos. Vamos que no volvían a Villaza o Albarellos de vacío.
Foto: Puri Fernández
¿Y la carne?  A vitela solo se vendía el dia de la fiesta del 15 de agosto. Subían un par de carniceros e improvisaban en alguna casa el puesto de venta. Pero cuando  los del pueblo, por motivo que fuere, bajaban a Villaza o Albarellos e incluso a Verín, compraban carne. Pero poca, para el día. Además de los recursos económicos limitados de aquellos tiempos, hay que recordar que en las casas no podían conservarla ya que ¿dónde la iban a guardar?  No existían las  nevera…y lo más importante, no había  luz eléctrica. En esta etapa de verano, con el calor, se echaba a perder,  cheiraba rápidamente.
Foto: Puri Fernández
¡Ah, qué me olvidaba!.  Lo que os iba a contar antes con aquello de la comida del pan recién hecho. La bodega del abuelo era bastante fresquita, por ello guardaba, incluso, algo de carne salada. Pero también, como en este caso concreto que os cuento, podía utilizarla también algún vecino. Había uno por cierto muy “roñoso”, antipático y desconfiado, al que Antonio  tenía calado. Un dia apareció para cortar unas lonchas de un jamón que guardaba –frebas de xamón- y del que iba comiendo poco a poco. Estuvimos pendientes de lo que hacía.  Solo que al  salir, nos miró desconfiado desde la puerta, dio la vuelta, se fue al jamón y le marcó unos tajos a diestro y siniestro, como señales de que había cortado él. Que nadie lo tocara. Así quedaba la marca.
Cuando se alejó,  Antonio subió corriendo a casa y bajó con el cuchillo apropiado. El resultado fue que ambos  comimos de aquel jamón  y, como despedida le atizó a la pieza unos cortes “como señal antirrobo”, la misma técnica que hiciera antes el desconfiado vecino.
A los abuelos les llamó la atención que aquella noche no cenáramos. “É que comemos moita froita e tomates  na horta  e xa estamos fartos”.  Lo dijimos tan bien que nos creyeron. Menudo alivio. Y yo pensé, muy religioso,  ¿ésto habrá que confesarlo?...

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