Medeiros siempre fue un pueblo grande. Especialmente, en aquellos tiempos. Era difícil asegurar que llegaba o pasaba del millar de habitantes, como se decía con insistencia, no había manera de saberlo. Pero desde luego las familias eran en su mayoría numerosas y había siempre muchos niños por los caminos, en aquellos meses de verano que allí pasé.
Eran tiempos de la postguerra y, parece ser que, desde las alturas institucionales, se aconsejaba a los españoles que aumentasen el número de hijos. Para una mentalidad como era entonces la mía esto era difícil de valorar y, seguramente, menos la frase que un día, caminando cogido de la mano del abuelo, le oí comentar: “desde que o Franco lle diu por pagar por tener fillos, as mulleres paren coma coellas”. Pues sí, a lo mejor era por eso por lo que había tantos niños..
Foto: Ricardo Colmenero |
En lo que a número de hijos se refiere y en nuestra familia había de todo. Los abuelos tuvieron ocho hijos, seis hombres y dos mujeres. Sin embargo nietos, creo que trece, pero con la particularidad que María, una de sus hijas, llegó a tener seis y cuando llegó el séptimo, complicaciones en el parto, causaron la muerte al niño que llegaba y su madre. Por eso no llegué a conocerla.
Por eso Antonio estaba con los abuelos. Era uno de los hijos. Los apuros de su padre con semejante prole, sin mi tía, hicieron que se fuera para la casa de ellos, como una ayuda y compañía mutua. Era como criar un crío de nuevo.
Los abuelos vivían felices y tranquilos juntos. Pero a mi abuelo le ilusionaba llegar algún día a vivir en Ourense. Allí iba de vez en cuando a nuestra casa. Tanto le ilusionaba, que bromeaba-o no- con la abuela “Rosa, non morras, que si faltas hoxe, mañá marcho para Ourense”. Pasaron los años y José Fernandez Ferreiro, “O Fiscal”, quedó viudo. Y se fue a vivir efectivamente con nosotros en 1961. Su padre, el bisabuelo Serafín, decían que fuera fiscal en Albarellos-Monterrey y él “heredó el título”.
Pero, insisto, en aquellos años cuarenta vivía tranquilo, feliz con la abuela, y llevándose muy bien. Habían distribuido ya entonces sus propiedades que eran notables entre sus hijos. Especialmente viñas. Por las tardes recibíamos la orden de “ai que gardar as uvas” y de vez en cuando, en lugar de jugar, nos íbamos con otros chavales de viña en viña, con el fin de espantar a cualquiera que se introdujera entre las cepas y llevarse unos racimos. A fin de cuentas, era simplemente eso.
También es verdad que esas visitas a los viñedos ofrecían una particularidad. Contaban con “una caseta”, un pequeño refugio para que el “centinela” pudiera acogerse en caso de lluvia, construido de paredes hechas con piedras y con un techo formado con “xestas” –retamas- . Empezaba yo a acusar las inquietudes escénicas que siempre tendría y, ante la sorpresa de los colegas, me subía a una de las paredes y me ponía a cantar. Canciones de moda en aquel entonces, que se escuchaban en los programas de dedicatorias de unos oyentes a otros, en Radio Orense y del cine español, que las sabía mi madre de memoria. Siempre estaba cantando canciones de “la Piquer”, Imperio Argentina y demás, cuando hacía la limpieza de la casa de Orense. Y, como consecuencia, yo también sabía las dichosas canciones , las había aprendido..
Foto: Ricardo Colmenero |
Sin carretera. Sin luz. Pero también sin agua. Se lo explicaba a mi primo. “En Ourense tenemos grifos que echan agua como el caño de vuestras fuentes, pero ese grifo lo tenemos en casa”. Antonio callaba, me miraba extrañado, fijamente, como si le quisiera engañar. La incomodidad de la falta de agua la pude comprobar yo mismo, porque a veces la abuela nos mandaba a por agua. Y allá íbamos los dos.
El pueblo se servía de dos fuentes. “A do Bouzo e a do Valeciño”. Claro, luego había pozos. En la fuente, si el agua era para beber, había que esperar tu turno, Cuando llegaba tu vez, colocabas el cántaro debajo del caño hasta que se llenase. Si el agua era para los animales o para lavarse, podías cogerla de la que estaba recogida, metiendo el cántaro en el pilón.
Luego, mi primo y yo, por cada una de las asas, íbamos camino de casa. Cerca de la “lareira” , de la cocina, había un estante y allí quedaba el agua. Al lado, un vaso de porcelana con asa o de barro que había que introducir en el cantaro con cuidado, llenarlo y luego beber por allí mismo. Así, hasta que la abuela nos enviara a reponer existencias…