Xosé Manuel Fernández Sobrino
Cuando a la media tarde de un dia de finales de agosto vi abrirse la puerta del patio de los abuelos y que entraba mi padre, supe, claramente, que por aquel verano mis días en Medeiros habían terminado. Corrí a abrazarlo y agradecí que tras quedarse mirandome, su cara fuera de satisfacción por lo bien que me encontraba. En mi casa de Ourense me había acostumbrado a las señales de afecto, de especial cariño de mi madre. Mi padre era distinto. Pero aquel dia, noté una actitud desacostumbrada en él.
Fue saludando a unos y otros y se dispuso para ir a visitar a los que estaban en otras casas por el pueblo, sus hermanos y demás. Después de ver la cara de satisfacción de mamá Rosa, Manolo me cogió de la mano y salimos. Manolo, pensaba yo, por eso me llamaban Manolito, como el Manolo pequeño para no confundirlo con mi padre. Claro que en realidad mi nombre era José Manuel. Y en ese momento caí en la cuenta de que yo llevaba, a la vez, el nombre de mi abuelo y mi padre.
Visitó a sus hermanos, a mis tíos. Hermoso y eterno cariño de Medeiros. Hablaban poco, pero se abrazaban y se besaban con ruido, como haciendo resonar la distancia del día a día. Todos estaban contentos. Pero llegó un momento en que con mi primo Paco y con otros niños más, me aislé del grupo. Y mi padre fue a lo suyo. Estaba cerca la temporada de caza y tenía que establecer contactos con los que iban a ser sus compañeros en los primeros días de temporada.Vendría desde Ourense dispuesto a disparar cartuchos.
Yo aquello de la caza no quería ni verlo. No me gustaba la perdiz, porque me daba pena y además al comerla, aparecían perdigones entre la carne. Lo sentía por la muerte del pobre animal que dejaba de volar y, según me contaba, al caer al monte, muerta o herida, la traía uno de los perros en la boca. Prefería el conejo y no sé muy bien por qué, ya que también tenían una suerte horrible: estaban generalmente escondidos. Llegaba hasta ellos el perro, escarbaba en su escondrijo y el pobre conejo trataba inútilmente de escapar y era entonces cuando, también según contaban, sonaban los disparos y ya se sabía. El perro iba a recoger la presa y había que moverse para que no la destrozara.
Por supuesto yo era contrario a la caza, a las armas de fuego, los disparos y ese afán de matar para divertirse y luego para comer. No pensaba así de pronto en el triste destino de tantos animales, que si no los comíamos los humanos, eran devorados por otros animales mayores…
Foto: Ricardo Colmenero |
Aquella mi última noche de este verano en Medeiros fue distinta. Estaba pensativo. Sentado en aquel gran balcón de madera que daba al patio, veía a lo lejos, muy a lo lejos, allá al fondo, las montañas de Monterrei. A mi lado, Antonio. No decíamos nada. Yo, con mis pensamientos entre el Medeiros que dejaba y el Ourense que me esperaba. Mi primo, que volvía a quedarse sólo, con los abuelos y las cabras y su entorno.
Dentro hablaban. De mi, claro. Que era tranquilo, que me había portado bien. “Xa empeza a falar galego” dijo mi padre “porque na carta que nos mandou mezcla galego e castelan e di que o Pepe esnacou una sandía e que si ardeu a aira foi porque lle chiscaron”. Rieron todos por mi manera de escribir y me figuraba la ilusión que le haría a mi madre leer aquello. Pero mi primo y yo seguíamos serios, en silencio.
El regreso estaba previsto para después de comer. Lloré al decir adiós a los abuelos. Y Antonio hacia esfuerzos para que no se le notara. Pero bueno yo iba “al lado de mamá, de mi hermano y de Jacinto”.
Foto: Bruno Medeiros (@Bs17Photography) |
Mi padre estaba esperando el coche hablando con un señor alto, muy alto y delgado, amigo suyo compañero de caza, que se llamaba Romero. “Non pasa nada, non vos preocupedes que vindes para miña casa e esperades polo coche de mañá”. Era mi penúltima experiencia del verano en Medeiros. Porque sin duda habría más. La hubo. Y por partida doble.
A la mañana siguiente, al subir el coche que traía mucha menos gente, el revisor se empeñó en que “as uvas teñen que viaxar arriba” y las subieron para lo alto por la escalera del fondo, entre viajeros, maletas y bultos.
Ya camino de Ourense, la segunda experiencia. Era entre Xinzo y Allariz, en un lugar, creo, llamado Fontela, un extraño ruido, como la subida de una bomba de palenque hizo exclamar al conductor dando un golpe con las dos manos al volante. “¡Bueno, carallo, alá vai una roda, pinchamos!!!. En principio, bajaron cobrador y chofer. Al ver los gestos de ambos y los “pecados” que iban soltando, comprendimos que iba para largo y bajamos los viajeros también.
Foto: ourensenotempo.com |
La cosa iba para largo. No sé el tiempo que pasó. Pero hubo tiempo de todo. Subir y bajar del autobús, sentarse en la carretera, hablar, hablar…Hasta unos mozos trataban de ligar con unas chavalas que se asomaron a un balcón. Y luego lo intentaron más. Les daban conversación a todos.
Debía ser ya avanzada la tarde cuando apareció un coche con la dichosa rueda. Y dos mecánicos. La colocaron y continuamos el viaje, al fin!!!!
Pasamos por Allariz, Taboadela y Ourense. Entramos a la calle del Paseo y por fin, al garaje de Perille, frente al Teatro Losada –hoy Galerías Centrales-. A un lado el mostrador del popularísimo Bar Túnel y enfrente, la gran pizarra negra pintada en la pared donde se ponían los domingos por la noche los resultados de fútbol.
Foto: Saramarfer |